LA IGLESIA Y EL MUNDO (I)

Mateo 28: 16-20

Maó 13.07.08; 19 h.

 

 

La crisis de la Iglesia occidental.

  1. Templos reconvertidos en centros culturales, sociales, de consumo, para uso comercial en general.

  2. Templos semivacíos.

  3. Asistentes con edades medias avanzadas.

  4. Seminarios con escaso alumnado: crisis de vocaciones.

  5. Conclusión: parece que estamos ante una Iglesia que ya no es relevante ni atractiva para la sociedad actual.

 

El análisis que la Iglesia hace de su situación.

La razón de la irrelevancia de la Iglesia en el mundo actual radica en las características actuales del mismo:

  1. Materialismo.

  2. Hedonismo.

  3. Consumismo.

  4. Individualismo.

  5. Relativismo postmoderno.

 

 

 

Dónde queda la responsabilidad propia de esta situación de irrelevancia.

El rector de la Universidad de Harvard explica la historia de una pequeña encuesta informal entre sus profesores, que describieron la figura de Jesús como la de alguien sabio, compasivo, generoso, lleno de gracia, liberador y perdonador. Poco después les pidió que dieran su opinión de la iglesia: juzgadora, fanática, auto-justificada, censuradora, acusadora y excluyente. “Tienen ustedes un problema, un gran problema”, le dijo a un líder cristiano.

 

Hacia un análisis más equilibrado del mundo contemporáneo.

Aún siendo cierto todo cuanto se ha dicho antes acerca del mundo en que vivimos, y que nos afecta también a nosotros los cristianos como integrantes de la cultura actual, no deja de ser una visión incompleta del ser humano contemporáneo.

Una visión equilibrada debería contemplar también la presencia de:

  1. Afán de solidaridad.

  2. Sed de justicia.

  3. Sed de amor verdadero.

  4. Sed de relaciones humanas auténticas.

  5. Necesidad de sentido de pertenencia.

  6. Necesidad de identidad.

  7. Anhelo de trascendencia: nuevas religiosidades.

 

Todo ello no deja de ser un reflejo de la persistencia de la imagen de Dios en un mundo caído.

 

 

 

 

 

 

La necesidad de un encuentro entre la Iglesia y el mundo actual.

Dadas las necesidades y anhelos del ser humano contemporáneo, no tan distintos de los de todas las épocas, y dado que la Iglesia es o debería ser portadora de la oferta de Dios a las necesidades humanas, se hace imprescindible un encuentro entre el uno y la otra.

Es preciso que la Iglesia sea también consciente de la necesidad de encontrarse con el mundo para cumplir el propósito de Dios para ella (Mt. 28: 18-20).

 

Condiciones para que este encuentro se produzca.

  1. Cambiar nuestro temor a contaminarnos con el mundo por amor e interés por el mismo.

  2. Cambiar la imagen que se tiene en el mundo de la Iglesia, asemejándonos más a la que se tiene de Jesús.

  3. Mostrar en cada congregación local de una manera práctica y vívida que Dios satisface de una manera efectiva las necesidades más profundas del ser humano, antes citadas (solidaridad, justicia, amor, relaciones humanas auténticas, sentido de pertenencia, identidad y trascendencia).

  4. Orientar nuestra vida eclesial hacia el hallazgo de nuestra razón de ser en el mundo en medio del cual Dios nos ha puesto, en el tiempo y en el espacio.

 

Conclusión.

Es imprescindible el encuentro entre la Iglesia de Cristo y el mundo.

Como Iglesia habremos de cambiar algunas cosas, manteniendo clara nuestra identidad y objetivos, no confundiéndolos con los de cualquier entidad benéfica, social o cultural.

Abandonar nuestro aislamiento no significa renunciar a nuestros valores e identidad, sino exponerlos a la luz pública, y no principalmente de palabra, para su consideración por el mundo.

Nuestro objetivo siempre será llegar a hacer discípulos del Maestro, nuevos hombres y mujeres que quieran ser cambiados, guiados y ayudados por Cristo.

 

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LA IGLESIA Y EL MUNDO (II)

Juan 7:53-8:11; Ro. 5:6-8.

Maó 27.07.08; 19 h.

 

Introducción.

Decíamos en nuestra última meditación que existía un abismo entre el concepto que la gente tenía de Jesús (alguien sabio, compasivo, generoso, lleno de gracia, liberador y perdonador) con el concepto que se tiene de la iglesia (juzgadora, fanática, auto-justificada, censuradora, acusadora y excluyente).

Decíamos también que se hacía imprescindible un encuentro entre la iglesia y el mundo que permitiera que éste viera en aquélla la portadora de la oferta de Dios a las necesidades humanas (solidaridad, justicia, amor, relaciones humanas auténticas, sentido de pertenencia, identidad y trascendencia).

La clave del asunto radicará en que la iglesia muestre de una manera práctica y vívida que la oferta de Dios para el ser humano contemporáneo es verdadera, es efectiva y es actual. La iglesia ha de encarnar a Dios, ser su imagen, su testimonio vivo.

 

Qué imagen tenemos de Dios.

“Si el concepto de Dios que tiene un hombre es erróneo, cuanto más comprometido esté con el mismo, más daño hará”. W. Temple. Arzob. Canterbury.

Lo que creemos acerca de Dios determina nuestra visión de la iglesia, y eso, a la vez, determina cómo vivimos su misión.

Nuestro comportamiento, tanto personal como comunitario, es simplemente un reflejo de nuestras creencias.

¿En qué Dios creemos? ¿En un Dios censor, juez implacable, castigador vengativo? ¿O más bien en un Dios que se nos ha mostrado como misericordioso, amoroso, acogedor? ¿Creemos en el Dios que entrega a su Hijo por nosotros cuando aún éramos pecadores (…)? ¿Somos capaces de acoger sin juzgar ni condenar? ¿Somos capaces de amar al que no ha hecho méritos para ello? ¿O sólo podemos acoger y amar a quien ha dado muestras de arrepentimiento, de contrición y demanda de perdón? Este no es el amor de Dios por nosotros. No es un amor incondicional.

La iglesia refleja al Dios en que cree y a quien conoce. ¿Qué imagen de Él ofrecemos al mundo contemporáneo?

 

El evangelio del palo.

Algunos cristianos están empeñados en ser “voz profética” mediante todo tipo de diatribas contra algunas de las costumbres morales de nuestro tiempo: la homosexualidad, el divorcio, el aborto, la promiscuidad sexual, etc. La manera en que suele materializarse esa supuesta voz profética tiene generalmente dos efectos:

  1. Alejar para siempre a los interpelados del evangelio transformador de Jesús. El mensaje captado es que no son suficientemente buenos para ser aceptados por Dios. El mensaje verdaderamente cristiano es justo el contrario: Dios nos acepta tal y como somos. Nuestro contacto con Él será transformador. La iglesia debe dejar al E.S. su papel de convencimiento de pecado.

  2. Volverse en contra de sus voceros cuando éstos no responden a los raseros por ellos mismos establecidos.

 

 

Claramente hay algo en nuestros días en la manera en que muchas iglesias presentan el evangelio que hace que la gente lo rechace. No ven de qué modo nuestro evangelio es merecedor de la etiqueta de “buenas nuevas”. Han visto lo que la iglesia tiene que ofrecer y, francamente, no están interesados. Demasiado a menudo las personas que no pertenecen a la iglesia y desean ver su mundo girado de arriba abajo resultan ofendidas por algo equivocado: las pobres maneras, la rudeza y el legalismo de los cristianos celosos. El evangelio del gran palo no es evangelio en absoluto. Es hora de que nuestras iglesias abracen un evangelio cuya nota más agradable sea el amor.

 

El evangelio de la encarnación.

El gran mensaje de la Biblia es el del amor de Dios por nosotros. La tarea de la iglesia es ser la irrefutable demostración y la prueba del hecho de que Dios es amor. Es decir, su encarnación.

No somos cambiados por la exhortación moral, sino más bien al ser confrontados a una realidad diferente y mejor.

El mejor punto de partida siempre es afirmar antes que condenar.

La naturaleza de Dios se revela a través de sus obras. Si la iglesia es parte de la obra de Dios, entonces su responsabilidad primaria es anunciar esa verdad.

Pero esa encarnación no sólo se reduce a la plasmación del amor de Dios hecho realidad en el seno de una comunidad cambiada por el mismo. Es preciso llevar esa realidad al mundo, a su mismo interior, para que pueda ver en directo la oferta de Dios para el hombre de hoy, encarnada en sus hijos, puesta a prueba en medio de la realidad cotidiana. Como Jesús se hizo hombre entre los hombres para convivir con nosotros y experimentar nuestros mismos problemas y necesidades, así la iglesia deberá abandonar su aislamiento, su particular cielo, para acompañar al mundo en su destino y así poderle ofrecer la vida con Dios.

 

Conclusión.

Si queremos ser reflejo de Jesucristo en medio de nuestra sociedad debemos ser capaces de acoger con amor a todo aquel que se cruce en nuestro camino. No podemos exigir a la gente que reúna unos requisitos morales mínimos para merecer nuestra atención y nuestra compañía.

Es imprescindible que nuestro camino tenga algún punto de contacto con el camino de nuestros contemporáneos. De lo contrario podemos estar toda la vida en caminos paralelos, sin posibilidad de encuentro alguna. De esta manera no cumpliremos con el modelo “encarnacional” de Cristo.

 

 

 

 

 

 

 

LA IGLESIA Y EL MUNDO (III)

Juan 1:1-18

Maó 21.09.08; 11 h.

 

Introducción.

Primer mensaje:

  1. Existe un abismo entre el concepto que la gente tenía de Jesús (alguien sabio, compasivo, generoso, lleno de gracia, liberador y perdonador) con el concepto que se tiene de la iglesia (juzgadora, fanática, auto-justificada, censuradora, acusadora y excluyente).

  2. Se hace imprescindible un encuentro entre la iglesia y el mundo que permita que éste vea en aquélla la portadora de la oferta de Dios a las necesidades humanas (solidaridad, justicia, amor, relaciones humanas auténticas, sentido de pertenencia, identidad y trascendencia).

Segundo mensaje:

  1. Claramente hay algo en nuestros días en la manera en que muchas iglesias presentan el evangelio que hace que la gente lo rechace. No ven de qué modo nuestro evangelio es merecedor de la etiqueta de “buenas nuevas”. Han visto lo que la iglesia tiene que ofrecer y, francamente, no están interesados.

  2. La iglesia refleja al Dios en que cree y a quien conoce. ¿Qué imagen de Él ofrecemos al mundo contemporáneo? El gran mensaje de la Biblia es el del amor de Dios por nosotros. La tarea de la iglesia es ser la irrefutable demostración y la prueba del hecho de que Dios es amor. Es decir, su encarnación.

  3. Es imprescindible que nuestro camino tenga algún punto de contacto con el camino de nuestros contemporáneos. De lo contrario podemos estar toda la vida en caminos paralelos, sin posibilidad de encuentro alguna. De esta manera no cumpliremos con el modelo “encarnacional” de Cristo.

 

 

El modelo encarnacional de Dios.

  1. Él viene a nosotros, no espera que seamos nosotros quienes tomemos la iniciativa (Jn. 1: 9, 11, 14)

  2. Habla nuestro lenguaje, vive nuestra cultura siempre cambiante.

El concepto de revelación progresiva no sólo implica que Dios va desvelando poco a poco su persona, sino también que lo va haciendo adaptándose a los conceptos culturales de cada época y lugar. Este concepto lo vemos claramente en la aproximación de las Escrituras a temas como el papel de la mujer en la comunidad de fe, la esclavitud, las normas de vestir, el corte del pelo, etc.

  1. Padece nuestras dificultades y sufre nuestras mismas necesidades (Heb. 2:17a; 4:15).

La Iglesia Primitiva, en su afán por sistematizar la fe naciente, hubo de dirimir una importante batalla acerca de la naturaleza de la persona de Jesús. Ellos encontraron en las Escrituras apostólicas (1ª Jn. 2:22; 4:2-3) la base para afirmar en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano acerca del Señor Jesús: “Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos; Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho”. Y también: “Que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre.” Su naturaleza divina garantiza su poder para salvar, pero su naturaleza humana garantiza que pueda acceder al ser humano para, en plena comprensión de su situación, sus circunstancias y dificultades, ofrecerle la salvación mediante su obra en la cruz, así como que el ser humano pueda sentirse comprendido, aceptado y arropado por quien pasó por lo mismo que él.

Jesús no vino en apariencia de humanidad, como afirmaban algunos herejes de la antigüedad. La Iglesia tampoco puede ofrecer a los hombres y mujeres de nuestro mundo, por falsa, la imagen de que en Cristo permanecerán ajenos al sufrimiento general de la humanidad caída. Él no ofrece una Teología de la Prosperidad, de la que Él tampoco gozó, sino una oportunidad de vencer todo dolor y necesidad mediante su gracia sanadora y redentora hasta el día en que sí, libres de las obligaciones con nuestro mundo, seremos librados de toda limitación. No podemos aparecer como aquellos magnates que se aíslan de su sociedad y se protegen de ella, sino como aquellos que convivimos en medio suyo de su pobreza y necesidad.

 

  1. Conoce nuestras preguntas antes de ofrecernos su respuesta. Jesús no ofrece un discurso estereotipado a cada una de las personas con las que se encuentra. Parte de la realidad y la necesidad de cada cual para llevarle a encontrarse con Dios.

 

Una iglesia encarnada.

  1. La encarnación de la iglesia es una obligación, no una opción. Jesús, en su Sermón de la Montaña, nos llama a ser sal y luz del mundo. Sal que preserva de la corrupción y da sabor; sal que se disuelve en los alimentos, mejorándolos en sus propiedades; sal que pierde su sentido si no se disuelve. Luz que muestra el camino, que evita el perderse hacia el destino. Luz que ha de ponerse en un lugar visible si quiere ser útil, y que no sirve para nada si está escondida entre las paredes de un templo o similar. (Mt. 5:13-16).

  2. La encarnación es incompatible con la segregación. Toda sociedad es en sí misma excluyente casi por definición. Cada una segrega en función de determinados criterios (de género, de nivel social o económico, ideológicos, de edad, de identidad, de lengua, etc.) La iglesia no puede ser como cualquier otra sociedad. Su misión es acoger a todo ser humano, incluso aquellos que más lejos de su ideal puedan estar (en lo moral, por ejemplo), con el fin de confrontarlo con Dios. No podemos rechazar a nadie hasta que llegue a unos mínimos exigibles en cualquier ámbito, que le hagan digno de nuestra compañía.

  3. La encarnación significa estar presente en todos los ámbitos sociales. Hemos de ser capaces de mostrar la vida de Dios en todo lugar, en todos los ámbitos de la sociedad, como individuos y como comunidad. Dios ha querido que estemos representados en muchos campos profesionales, sociales, políticos, etc. Más que hablar, cosa no siempre indicada, un testimonio coherente y firme en la conducta vale más que mil sermones que puede que no sirvan para otra cosa que para la burla. Hemos de optar a ser referentes morales y espirituales para cuando surja la verdadera ocasión. Hemos de optar a que nuestras comunidades opten a ser un referente para nuestra ciudad, pueblo, barrio, etc.

  4. La encarnación supone convivencia. Convivir, vivir con. Esto es lo que necesita la gente de nuestros tiempos de la iglesia de Jesucristo.

      1. Vernos pasar las mismas dificultades, los mismos dolores y las mismas necesidades, aunque plasmando en la práctica la vida de Dios que decimos poseer.

      2. Huir de las respuestas prefabricadas, de la lista de versículos aprendidos de memoria, de las soluciones rápidas y en cadena.

      3. Mostrarnos como compañeros de viaje, que luchan en la misma guerra, aunque dispongamos de unas armas que ofrecer a quien no dispone de ellas. No debemos mostrarnos como quien ya lo sabe todo, lo puede todo, está de vuelta de todo. Jesús lloró ante la muerte de Lázaro (Jn. 11:35), tembló de miedo en Getsemaní (Mt 26:37-38). Pablo asimismo se ve en Fil. 3:12-14. Lloramos con el que llora, reímos con el que ríe.

 

 

 

  1. La encarnación supone visualizar los efectos de la vida de Dios en nosotros. Es cierto que luchamos la misma batalla que el mundo. Es cierto que compartimos las mismas dificultades, debilidades y necesidades. Pero nuestro papel es mostrar en la vida práctica el efecto beneficioso del amor de Dios en la vida humana. Las iglesias no están formadas por personajes de Walt Disney, sino por personas humanas, con sus defectos y virtudes. Pero no debemos olvidar que ha de haber algo distinto en la manera en que confrontamos y vencemos las dificultades de la vida, y que esta manera triunfante de vivir en Cristo es la que ofrecemos al mundo. No una mera serie de doctrinas huecas. Cristo quiere trabajar en nuestras vidas mediante el gran poder de su gracia restauradora, pero hemos de estar dispuestos a dejarnos trabajar. Disponemos de esta poderosísima arma en nuestra lucha en la vida: la gracia y el poder del Señor, que transforma personas, parejas, familias, iglesias, y puede llegar a transformar la sociedad. Esto es lo que hemos de mostrar y demostrar al mundo caído: que Cristo sí puede. Y que lo hace aún hoy en nosotros.

 

 

 

 

 

 

 

LA IGLESIA Y EL MUNDO (IV)

Juan 14:1-14; Fil. 3:12-16

Maó 26.10.08; 11 h.

 

Introducción.

Hasta hace un par de décadas, la gente aprovechaba los domingos para ponerse sus mejores ropas y pasear por las ciudades y pueblos. Los cristianos evangélicos no eran una excepción. Llegado el domingo se ponían sus mejores galas (de hecho, la única muda de ropa nueva que solían tener) para ir a la iglesia. Lo mejor para presentarse delante del Señor, era habitual oír. Y así, por debajo de las mangas del traje y la camisa, sobresalían manos que aún guardaban restos de cemento y cal de la obra, o de grasa del taller. O esas manos coloradas de tanto fregar y usar productos de limpieza, en las señoras. Lo mejor de esos domingos era, sin embargo, llegar a casa y poder librar los pies de esos zapatos que apretaban por todos lados y los cuellos de esas camisas con corbata a las que no estaba uno acostumbrado. Eso que llamábamos la ropa de los domingos, el “anar endiumenjat” de nuestra lengua.

Hoy en día no somos tan cuadriculados. De hecho, la mayoría de nosotros tenemos oficios que no nos obligan a ensuciarnos, y podemos intercambiar la ropa de los días laborables con la de los domingos. Pero no por eso hemos abandonado el concepto, si bien difiere el contenido de nuestro “traje de los domingos”. Tiene que ver con nuestra apariencia, pero no con nuestra ropa. Pero sigue siendo un disfraz que oculta quienes somos en realidad. El primer elemento de este nuevo traje dominical es una buena sonrisa. Nunca la olvides. Si te la dejas en casa alguien puede pensar que tienes problemas y llegar a la conclusión de que no eres un buen cristiano. O bien te puede suceder que alguien, notando su aspecto, te pregunte si algo marcha mal y tengas que buscar inmediatamente una buena excusa. Porque el segundo elemento del perfecto traje de los domingos para todo cristiano es, cuando alguien nos pregunta qué tal van las cosas, todo siempre va bien. De hecho, si alguna vez se te ocurre decir lo contrario crearás un gran problema a tu interlocutor, que no sabrá cómo continuar la conversación. Si sigues esta línea de contestar que no todo va bien, pronto dejarás de tener gente en tu iglesia que se acerque a ti, después del culto, para saludarte. Y te estará bien empleado, por pesado. Una prenda imprescindible en tu atuendo de los domingos es mostrar gran entusiasmo y fervor espiritual durante los cultos de tu iglesia. No importa si estás en lucha, en dudas, en derrota. Un complemento imprescindible a la prenda anterior es declarar a pies juntillas la ortodoxia doctrinal de tu denominación. Muestra tu seguridad doctrinal huyendo de cualquier debilidad en forma de dudas, de mostrarte como si aún buscaras respuestas. Finalmente no te olvides de combinar tus prendas, escoger sus cortes y colores de tal manera que favorezcan tus cualidades y escondan o minimicen tus defectos. No te acerques a las personas como para que éstas puedan notar tus arrugas. No te abras a ellas, no vayan a notar tus imperfecciones y defectos. No te muestres humano, siempre ofrece una imagen de super-espiritualidad.

Pero si la iglesia ha de ser una comunidad donde las personas nos podamos sentir cómodas, como en casa, como en familia, hemos de poder mostrarnos tal y como somos, con honestidad.

 

Una Iglesia honesta.

Honestidad intelectual.

Las personas necesitamos respuestas convincentes a nuestras preguntas y dudas. Un ex-cristiano preguntado por las razones de su abandono de la fe contestó: “Al final, soy más feliz de vivir con preguntas que no puedo responder que con preguntas que no puedo hacer”.

Jesús no sólo permite la duda, sino que reconociendo su legitimidad invita a Tomás a profundizar en su fe (Jn. 20:27). Él acepta las dudas de sus discípulos para llevarles poco a poco a las respuestas (Jn. 14:1-14).

No siempre hay respuestas a nuestras preguntas. En ocasiones sólo queda la fe en que Dios sabrá lo que está haciendo y el por qué. Así le ocurrió a Job, al final de su drama. Dios le remite a que confíe en su providencia, tal y como la ha conocido en otras épocas.

Dios nos permite ser sinceros expresándole nuestras preguntas y dudas. Ahora bien, ¿es factible esta sinceridad en presencia de los hermanos de nuestra iglesia? ¿O se espera de nosotros la perfecta ortodoxia, las respuestas prefabricadas perfectamente sabidas y enunciadas?

 

Honestidad humana.

Decíamos en la anterior meditación de esta serie que Jesús no vino en apariencia de humanidad, como afirmaban algunos herejes de la antigüedad. El arte y la teología, quizá influidos por la necesidad de la Iglesia Primitiva de demostrar la divinidad de Jesús, nos han mostrado siempre un Cristo rígido, esclerotizado, divinizado, serio, formal. Necesitamos hacer un esfuerzo para imaginarnos a Jesús en su plenitud humana: discutiendo con sus padres en su adolescencia, mirándose alguna que otra chica en su primera juventud, contando algún que otro chiste, riendo con sus amigos, sudando y oliendo mal al volver a casa del trabajo en la carpintería de su padre, enfadándose con algún vecino, teniendo miedo ante determinadas situaciones, llorando la muerte temprana de su padre José, preocupado por si aparecería algún sustituto en la vida de su madre viuda, etc. Ello nos ayudaría a entender que Jesús no ha venido para hacer de sus seguidores super-hombres o super-mujeres, sino hombres y mujeres en toda su plenitud, en sus victorias y sus derrotas, sus virtudes y sus defectos, sus dudas y sus certidumbres. Hombres y mujeres que puedan servir de modelo para los que se interesen por su oferta espiritual, no como personas inalcanzables y utópicas. Él no nos ofrece el evitarnos los problemas inherentes a nuestra condición humana, sino su gracia y su poder para sobrellevarlos de una manera nueva y victoriosa. Hace más de veinte años los entonces jóvenes de la iglesia iniciamos un grupo de discipulado. En su seno compartíamos nuestros problemas, dudas e inquietudes. Recuerdo que una de las chicas de entonces debía presentarse a unas oposiciones y oramos por ella y su examen. A la semana siguiente ella nos dio testimonio de la paz que Dios había puesto en su mente durante la oposición. Poco después yo mismo solicité oración por uno de mis últimos exámenes de la carrera. Yo estaba seguro de que Dios me quitaría todos los nervios como había hecho con mi joven hermana en la fe. Pero la mañana del examen empecé a notar unos extraños síntomas abdominales, seguidos de cierta ligereza en la frecuencia y consistencia de mis necesidades fisiológicas. Dios no me había quitado toda ansiedad. Poco a poco fui aprendiendo que no siempre Él nos libra de las dificultades, pero que siempre está presente en medio de ellas. Fue en esa época que conocí la historia del cristiano que, llegado a la presencia de Jesús, éste le mostró sus huellas junto a las de él durante toda su trayectoria vital. Sí, se quejaba el cristiano, pero mira en esa época de dificultades, sólo están mis huellas. No, le respondió Jesús. Te equivocas. Esas huellas solitarias son la mías, cuando te llevé en brazos sin que tú lo supieras. Plenamente humanos, pero socorridos por la gracia y el poder de nuestro Señor. Pablo en Ro. 8: 35, 38-39 no nos promete que la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada, la muerte, etc. estarán ausentes de nuestras vidas. Sólo, y nada menos, que el amor de Dios no estará ausente de nuestras vidas en estas circunstancias. Decíamos en la última meditación previa a ésta que “la Iglesia tampoco puede ofrecer a los hombres y mujeres de nuestro mundo, por falsa, la imagen de que en Cristo permanecerán ajenos al sufrimiento general de la humanidad caída. Él no ofrece una Teología de la Prosperidad, de la que Él tampoco gozó, sino una oportunidad de vencer todo dolor y necesidad mediante su gracia sanadora y redentora hasta el día en que sí, libres de las obligaciones con nuestro mundo, seremos librados de toda limitación”.

La honestidad humana supone no creernos la argumentación del denunciado por un compañero de trabajo por graves insultos durante un accidente laboral. Interrogado el acusado por el juez, contestó: Sr. Juez, si todo lo que le dije mientras me vertía el hierro líquido a varios cientos de grados de temperatura sobre mi espalda fue “Querido compañero, ¿no ves que me puedes quemar y hacerte daño tú también?”.

 

 

Maó 09.11.08; 11 h.

Ro. 8:1-17.

Honestidad espiritual.

Buena parte del peso y la incomodidad de nuestro traje de los domingos reside en la obligación auto impuesta de parecer perfectamente espirituales, inmaculados y sin defecto alguno.

La realidad de los cristianos no es la de unos seres moralmente selectos, ni siquiera la de unas personas transformadas instantáneamente por el nuevo nacimiento. La realidad es que el cristiano es alguien a quien, al experimentar el nuevo nacimiento, le es dada una nueva naturaleza, la espiritual o divina, por la presencia del Espíritu Santo desde el nuevo nacimiento (Ro. 8:9b). Pero ello no implica la desaparición de la antigua naturaleza humana, carnal, por lo cual desde el momento del nuevo nacimiento se ve inmerso en una lucha entre ambas naturalezas, que se oponen entre sí para gobernar esa vida (Ro. 8:6-7; Gál.5:17).

Hay dos factores cruciales a la hora de que sea la nueva naturaleza la que gobierne en nosotros:

  1. La sumisión o entrega a su voluntad (Ro.6:12-14).

  2. El tiempo:

    1. Para profundizar en la relación con Dios y desarrollar así la fe (confianza) y la entrega o sumisión.

    2. Para completar la obra del E.S. en nuestras vidas:

      1. Quitar lo que sobra.

      2. Edificar nuevos hábitos.

La espiritualidad o la santidad es, como la fe, no algo que se tiene o no se tiene, sino más bien algo que se desarrolla lentamente a lo largo de toda la vida, pasando de pequeña a grande, de superficial a profunda, mientras vamos creciendo en nuestra relación con Dios. El padre que se acercó a Jesús buscando la sanidad de su hijo (Mr. 9:14-29) clamó: “Creo; ayuda mi incredulidad”.

El desarrollo espiritual, la santidad, es un proceso que llevará toda la vida. Un proceso en que habrá épocas de rápido avance y épocas de asentamiento, para que la obra en nosotros sea completa y segura, no flor de un día (como los árboles, que crecen rápido si su madera es de mala calidad y lentamente si ha de ser sólida, buena calefactora). Un proceso en el que deberemos tener confianza y paciencia con Dios (quien conoce los tiempos), con nosotros mismos (cuando parecemos estar estancados) y con los demás (quienes no son distintos a nosotros mismos). La gran familia de la Iglesia es un espacio donde conviven personas en diferentes estadios de crecimiento y maduración. Pablo, el gran teólogo de la santidad, admite que no ha llegado a la meta, que siempre queda algo por conseguir (Fil. 3: 12-14)

Un lema para toda iglesia local: Por favor, ten paciencia conmigo. Dios aún no ha acabado su obra en mí. Esta ha de ser la máxima para nuestra convivencia y el ejemplo que debemos mostrar al mundo que nos contempla. Esta es la prueba de fuego de toda comunidad cristiana: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 13:35). Amor que incluye perdón, paciencia, misericordia.

 

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LA IGLESIA Y EL MUNDO (V)

Gál. 5:16-6:8

Maó 30.11.08; 18 h.

 

Introducción.

En esta serie de meditaciones que iniciamos el mes de julio pasado, una de las ideas importantes que hemos ido repitiendo es la de que es imprescindible establecer algún punto de contacto entre la iglesia y el mundo al que va destinado el mensaje de Dios. Es necesario que la iglesia, esencialmente a través de la vida cotidiana de sus miembros, se haga ver, sea esa luz de la que hablaba Jesús en el Sermón del Monte (Mt. 5:14-16), una luz a la que le está vedado el pasar desapercibida.

Esa exposición a la luz pública nos somete al juicio de nuestros coetáneos, muchas veces despiadado e injusto, pero imprescindible si hemos de ser un foco de atracción hacia Dios y su voluntad para el ser humano. Recordemos, una vez más, a mi amigo farmacéutico calvo, vendiendo productos para la caída del cabello.

Hemos de ser el ejemplo vivo de la oferta de Dios para el ser humano de todos los tiempos. Esta es nuestra tremenda responsabilidad. De ello depende el éxito de la misión de la iglesia, según la voluntad de Dios para ella.

 

 

 

 

 

 

 

 

La iglesia que no debe ver el mundo.

  1. Una comunidad juzgadora, fanática, auto-justificada, censuradora, acusadora y excluyente.

 

  1. Una comunidad distante de los problemas, inquietudes y sufrimientos de sus contemporáneos.

 

  1. Una comunidad de identidad religiosa, pero sin nada que la haga distinta en su esencia de cualquier otro grupo unido por intereses comunes, sean estos sociales, culturales, deportivos, etc.

 

  1. Una comunidad sin identidad ni estilo de vida claro y definido, que acepta cualquier moda de pensamiento o de estilo de vida. La aceptación del pecador no ha de suponer una aceptación de su estilo de vida, de aquello que le está separando de Dios y le impide el libre acceso a Su persona. Dios acepta al pecador tal y como es, pero su oferta es la de un cambio radical en la vida humana hacia su objetivo final para toda la humanidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La iglesia que debe ver el mundo.

  1. Una iglesia encarnada, tal y como Dios nos mostró en su Hijo Jesucristo. Una iglesia que está en el mundo, que comparte sus sufrimientos para poder entender a las personas con las que convive y poder ser fuente de consuelo (2ª Cor. 1:3-7).

 

  1. Una comunidad de pecadores, sí, pero arrepentidos y perdonados por la gracia de Dios. La aceptación del pecador no significa anuencia con su estilo de vida.

 

  1. Una comunidad de pecadores perdonados, que siguen siendo pecadores y luchando con sus debilidades, pero que no se conforman con su debilidad y mediocridad. Disponen de un recurso extraordinario en esa lucha contra sus debilidades. Por ello no puede ser la iglesia una comunidad preñada de buenas intenciones pero sin la capacidad para llevarlas a cabo, abandonada a sus propias fuerzas. La iglesia que el mundo vea ha de ser una comunidad encarnada, pecadora perdonada, luchando contra sus debilidades pero dotada por la gracia de Dios del poder y la capacidad transformadores de Cristo.

 

 

 

 

 

 

 

 

Una iglesia débil o una iglesia poderosa.

No es suficiente con ser una iglesia encarnada, perdonada y disconforme con las propias limitaciones. De esta manera aún no seremos la imagen de la oferta de Dios para el ser humano. Es necesario algo más.

Abandonados a nuestras propias fuerzas, todas nuestras buenas intenciones, basadas en nuestro conocimiento de la perfecta voluntad de Dios para nosotros, están abocadas al más estrepitoso fracaso.

Decíamos en nuestra anterior meditación de esta serie que desde el momento en que creímos existen dos naturalezas en nosotros que luchan entre sí por el control de nuestras vidas: la carne, el yo, el viejo hombre por un lado; por el otro, el Espíritu de Dios, la nueva naturaleza, el nuevo hombre.

Mientras estemos a merced de nuestras propias fuerzas en esta lucha entre lo que uno sabe que debiera ser y hacer y lo que realmente es capaz de ser y hacer, nos identificaremos con la situación que Pablo tan bien describe en Ro.7:14—24. Queremos pero no podemos. “De ón no n’hi ha no en pot rajar”, dicen los catalanes. Cada árbol da su fruto. Si seguimos gobernados por nuestra vieja naturaleza carnal, veremos como espontáneamente damos sus frutos: Gál. 5:19-21. En esta lista de frutos derivados de nuestra naturaleza humana hay algunos que quizá podremos controlar con la educación, pero la mayoría de ellos son incontrolables (especialmente si consideramos lo que hay en nuestro corazón y no sólo en nuestro comportamiento externo; Mt. 5:21-30). Pero otros están grabados a fuego en todo ser humano, y están en la base de las dificultades de convivencia que corroen nuestra sociedad: el hogar, las empresas, las diversas asociaciones, la política, las propias iglesias.

Pero la iglesia de Jesucristo no puede conformarse con que éste sea un mal endémico del ser humano. Cada uno de nosotros tiene en su interior, desde el mismo momento de su conversión, el recurso todopoderoso que puede cambiar vidas, restaurar relaciones, sostener personas y comunidades. Es el Espíritu Santo, quien desea le demos la oportunidad de gobernar en nosotros, haciendo nuevas todas las cosas. Si ello ocurre veremos que en nuestras vidas empieza a manifestarse el fruto del Espíritu, que es uno, en singular. Todo lo que se describe en Gál 5: 22-23 es lo que Dios ofrece al ser humano pecador, arrepentido y perdonado si éste desea mostrar el programa de Dios para la humanidad.

Cómo hacer para que este gobierno del Espíritu sea realidad en nosotros y pueda manifestarse este fruto prometido será tema de la siguiente meditación.

 

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LA IGLESIA Y EL MUNDO (VI)

Romanos 6

Maó 21.12.08; 18 h.

 

Introducción.

En nuestra última meditación de esta serie veíamos la necesidad de mostrar al mundo una comunidad gobernada por el Espíritu Santo, capacitada por Él para mostrar el fruto que se nos describe en Gál. 5:22-23, en lugar de mostrarnos como una comunidad unida por un interés religioso pero sin poder alguno para manifestar otra cosa que no sea lo señalado en Gál. 5:19-21.

Este es el propósito de Dios para nosotros, que mostremos la nueva vida que Él pone a nuestro alcance mediante la muerte y resurrección de Jesús: muerte que perdona y resta poder a nuestra antigua vida, y resurrección que nos capacita para mostrar la nueva vida en el Espíritu.

 

Cómo vivir gobernados por el Espíritu Santo.

  1. Conocer sobre su presencia: muchos cristianos esperan durante años una supuesta segunda experiencia que les haga partícipes del E.S. Oran y esperan. La Palabra de Dios nos incita a edificar nuestra experiencia en el E.S. a partir del hecho fehaciente de que Él está en cada vida que ha aceptado a Jesús por la fe y que lo está desde ese mismo instante. Ro. 8:9.

  2. Tomar la decisión de dejarnos gobernar por Él: Dios espera que tomemos una decisión que va a marcar el rumbo de nuestra experiencia cristiana. Podemos escoger entre quedarnos como estábamos antes de recibir el E.S., aunque luchando por alcanzar el ideal que hemos encontrado en las Escrituras (Ro. 7:22-23), o dejarnos gobernar por Él. No basta con saber de su presencia, o pensar que nos gustaría evidenciar una nueva vida. Es necesario tomar la decisión de ceder el control de nuestra vida al Espíritu. Hagamos como Josué, quien fue consecuente toda su vida con la decisión que un día tomó (Jos. 24:15).

  3. Presentarnos para servir y obedecer al Espíritu Santo: la Palabra de Dios nos muestra que no es suficiente con tomar la decisión de dejarnos gobernar por el Espíritu. Hemos de presentarnos ante Él para obedecerle (Ro. 6:12-13, 19, 22-23). Cuando permanecíamos en nuestra antigua vida seguíamos nuestro instinto natural, obedeciéndolo, aunque creyéramos que hacíamos lo que queríamos. Cuando quisimos hacer la voluntad de Dios nos vimos incapaces de llevarla a cabo, nos sentimos esclavos de una voluntad que parecía no ser nuestra propia (Ro. 7:19-20). Si nos presentamos ante el Espíritu Santo para obedecerle, Él nos capacita para dicha obediencia, no viviéndola como una forma de esclavitud sino como una liberación de la antigua servidumbre al pecado (Ro.6:14, 22).

El secreto de la vida en el Espíritu radica en dos aspectos:

    1. Renunciar a la antigua vida: Ro. 6:6, 11-13.

    2. Entregar nuestra voluntad al Espíritu Santo para que Él reine en nuestras vidas: Ro. 6:16-18. No es suficiente con decidir entregar nuestras vidas al E.S. Tampoco lo es el pedirle que gobierne en nuestras vidas. Es necesario obedecerle. Así, cuando la tentación o la pasión del instinto natural aparezcan para que hagamos lo que no quisiéramos, no nos extrañemos sino optemos por la obediencia al Espíritu. Cuando decidamos obedecer, Él nos capacitará para ello y para que lo vivamos como un triunfo (Ro. 6:21-23). Cambiaremos el fruto de muerte espiritual por el de victoria, santidad y vida eterna.

 

 

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LA IGLESIA Y EL MUNDO (VII)

Gál. 5:16-6:10

Maó 28.12.08; 18 h.

 

Introducción.

Hasta este momento, en la serie de meditaciones que venimos dedicando a nuestro papel en medio del mundo como Iglesia de Jesucristo, hemos analizado la necesidad de un encuentro con el mundo que nos permita ser la luz de Dios para el mismo. También hablamos en su momento de la importancia de aquello que el mundo podía encontrarse en ese encuentro: o bien una comunidad atractiva por manifestar el carácter de Dios en medio de las circunstancias habituales de nuestros días, o una comunidad que no tiene nada distinto que ofrecer a la sociedad contemporánea. La diferencia entre los cristianos y los no cristianos reside no en la naturaleza de sus circunstancias, no en la categoría moral o espiritual de sus miembros, sino en la presencia del E.S. en la vida de aquellos que han sido perdonados por su fe en Jesús. Esta presencia, sin embargo, puede estar oculta, sin manifestarse, por una falta de decisión de dejarse gobernar por Él. Para que el E.S. gobierne en nosotros es necesario: a) Renunciar a la antigua vida; b) Entregar nuestra voluntad en obediencia al Espíritu Santo para que Él reine en nuestras vidas.

 

 

 

 

 

 

 

Andar en el Espíritu.

El problema que hoy analizaremos es el de que no es suficiente con haber experimentado y manifestado la plenitud del Espíritu. Muchos cristianos han visto manifestarse el Espíritu en su esplendor y volver a experimentar la derrota y la muerte espiritual de la vida gobernada por el instinto natural que Pablo llama el yo, el viejo hombre o la carne. La raíz del problema no se trata de que haya habido una falsa experiencia espiritual sino que el secreto de la victoria permanente radica en la permanencia en el Espíritu.

No es suficiente con tener al E.S. en el corazón. No es suficiente con entregarle una vez la voluntad para que Él gobierne para siempre en nosotros. De ahí que el apóstol utilice en el texto hoy leído la expresión “andad en el Espíritu” (Gál. 5:16, 25). Especialmente el v. 25 en que se nos especifica que no basta con vivir en o por el Espíritu, sino que es preciso andar también por o en el Espíritu. En esta expresión subyace una idea de continuidad, de hacer camino, de permanecer en una situación o relación con el Espíritu. La entrega que nos permitió disfrutar de la plenitud del Espíritu no era más que la puerta de entrada a una vida de entrega; la sumisión, a una vida de sumisión; la primera obediencia, a una vida de obediencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

Nuestro papel en la vida en el Espíritu.

Si bien nada podemos hacer por nosotros mismos para manifestar aquello que sólo el Espíritu puede manifestar, la Palabra de Dios nos muestra algunas cosas que se requieren para que esa manifestación o sólo se produzca sino que sea permanente, estable y constante.

Dijimos que la vida del cristiano nacido de nuevo es el escenario de una lucha sin cuartel entre la antigua naturaleza pecaminosa y el Espíritu Santo, quienes se enfrentan a muerte por el gobierno de la misma. Es una lucha que durará toda la vida. Del resultado de la misma, día a día, depende qué clase de fruto manifestemos.

La primera cuestión que nosotros decidimos es a quien quisiéramos ver victorioso. Si es al antiguo instinto natural, no habrá problema: el Espíritu estará ahí, apartado, empequeñecido, contristado. Pero si es al Espíritu, la carne luchará por recuperar lo que fue suyo. Y ahí sí se requiere algo más que nuestra voluntad ya expresada de presentarnos al Espíritu para que Él gobierne nosotros.

Nos toca decidir a quién alimentaremos, reforzaremos, cuidaremos, beneficiaremos. ¿Para quién sembraremos? (Gál.6:7 y 8) ¿De quién nos ocuparemos? (Ro. 8:5-6) Visto desde la perspectiva opuesta, ¿a quién procuraremos debilitar para que no triunfe en la batalla por el control de nuestras vidas? Porque no será suficiente, si así lo hemos decidido, con cuidar del Espíritu para que éste se sobreponga a la carne, sino que será muy conveniente debilitar a ésta para que el triunfo sea más completo y duradero. Esta tarea será nuestra responsabilidad y nuestra contribución, la única que podemos hacer, a la lucha de por vida entre el Espíritu y la carne.

 

Debilitando al viejo hombre.

Para determinar cómo dejar de alimentar a la carne o al viejo hombre, examinemos por un momento cuáles son sus manifestaciones, para así comprender la línea de privaciones a que someteremos a la misma. Gál. 5:19-21 nos muestra dichas manifestaciones, que podríamos dividir en tres frentes:

  1. La exaltación de los deseos fisiológicos: la sexualidad, el comer y el beber. Tres necesidades puestas por Dios en el ser humano para que le sean fuente de placer y satisfacción, pero cuyo descontrol más allá de los márgenes por Él diseñados llevan a la animalización de los instintos, en forma de adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, orgías, borracheras.

  2. La desviación religiosa. Cuando el ser humano cree que puede llegar a Dios o a la trascendencia por sí mismo surgen la idolatría, las herejías y las hechicerías. Lejos de alcanzar a Dios, nos llevan en dirección opuesta.

  3. La degradación de las relaciones humanas. Incluso las relaciones que con mejores intenciones son comenzadas suelen acabar deteriorándose. Esta es una ley a la que no existen excepciones. Ya es conocido que la diferencia entre una princesa y una bruja o entre un galán y un patán son unos años de matrimonio. Es una ley inexorable de las relaciones humanas, frente a la que sólo cabe la restauración permanente de las mismas. Si es que existe la capacidad y la habilidad. Lo natural es que las relaciones se vean impregnadas de enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, envidias, hasta homicidios.

Privemos a la antigua naturaleza de su alimento quitándole todo aquello que la estimule, la fortalezca, la enardezca. Conversaciones, relaciones, ambientes, lecturas, películas que nos lleven a la pasión descontrolada han de ser evitadas para restar fuerza al instinto carnal que se ha de manifestar en las formas y maneras arriba descritas. Pablo las resume en pocas palabras: “el que siembra para su carne, de la carne sembrará corrupción; …” (Gál. 6:7); “el ocuparse de la carne es muerte,…” (Ro.8:6)

 

No será suficiente con debilitar a la carne o al viejo hombre. Se requiere de nosotros que reforcemos, alimentemos, cuidemos al Espíritu para así segar vida eterna (Gál. 6:8), vida y paz (Ro. 8:6). De ello nos ocuparemos en una próxima ocasión.

 

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LA IGLESIA Y EL MUNDO (VIII)

Jn. 15: 1-17; 1ª Jn 3:23-24.

Maó 18.01.09; 18 h.

 

Introducción.

Decíamos en nuestra última meditación acerca de la clase de iglesia que el mundo podía encontrarse al entrar en contacto con aquella que no era suficiente con manifestar puntualmente la vida del Espíritu, sino que somos llamados a andar o vivir continuamente en el mismo. Hablábamos en esa anterior meditación de la importancia de debilitar a nuestra antigua naturaleza en la lucha que la misma sostiene con el Espíritu para ejercer el control de nuestras vidas. Dejamos para una próxima ocasión, que será hoy, Dios mediante, el hablar de cómo colaborar en el triunfo del Espíritu de una manera sostenida. Para ello hablaremos de cómo podemos permanecer en la plenitud del Espíritu, andar en ella, vivir en ella.

 

La permanencia en la plenitud.

En la lectura que hemos tenido en el Evangelio de Juan, Jesús se presenta a Sí mismo como la vid, una planta básica en la economía mediterránea, portadora de vida. Sus discípulos son los pámpanos, unas largas y finas ramas, también en ocasiones llamadas sarmientos, de las cuales pende el fruto, los racimos de uva. Todo ello es cuidado por las sabias manos del labrador, el Padre celestial, cuyos mimos hacen que la planta en cuestión fructifique en abundancia.

Para que el pámpano produzca el fruto de la vid es imprescindible que permanezca unido a la vid, de la que recibe la capacidad de dar fruto (vv. 4 y 5). Así, el cristiano o la iglesia que no permanecen unidos a la vid no pueden dar el fruto que se espera de él o de ella. El mundo no verá más que una planta estéril, sin atractivo ni utilidad. Es más, con el tiempo, el labrador, al ver que el pámpano en cuestión no hace sino engordarse a sí mismo sin dar fruto, lo quitará y se secará.

 

Permanencia en la vid.

¿Cómo permaneceremos en la vid? ¿Qué tiene que decirnos la Palabra acerca de este misterio?

El propio texto del evangelio nos da una pista: vv. 9-10 y 17. El mandato consiste en amar sirviendo, la clase de amor que definimos como una búsqueda del bien para el ser amado. El pámpano que sólo piensa en “engordar”, no recibe la savia de la vid. Sólo si está dispuesto a darse en amor recibe la bendición de la savia.

El propio Juan en 1ª Juan 3:23-24 nos amplía un poco más qué se entiende por permanecer en la vid a través de la obediencia. Juan señala a un doble mandamiento como la clave para permanecer en Jesús. Por un lado nos habla del amarnos los unos a los otros, tal y como habíamos visto en el capitulo 15 de su evangelio. Pero por otro nos habla de “creer en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios”. La fe de la que habla Juan es la clase de fe que nos llevó a “estar en Cristo”, una fe que nos llevó a esa clase especial de comunión o relación con la vid. Es una fe que implica y conlleva confianza, dependencia, sumisión, y entrega. La fe que lleva a “estar en Cristo” no es una mera fe intelectual. Es un acto de confianza en una Persona y Su obra. Una confianza que lleva a una dependencia completa en la persona en quien se deposita. La confianza se pone en Quien vemos como la última solución para nuestra desesperada situación personal en lo espiritual y en lo material, de ahí que nuestra dependencia de Él sea total si la fe ha de ser salvadora. Esta dependencia completa nos lleva a una situación de sumisión total a la Persona objeto de nuestra confianza y dependencia. Una sumisión que no es otra cosa que renuncia a la propia voluntad para adoptar la de Aquél objeto de la confianza. He aquí la clase de fe que salva. Finalmente, dicha sumisión nos conduce a una relación de entrega total a la Persona objeto de nuestra confianza o fe.

No es posible andar en el Espíritu sin permanecer en la vid. No es posible manifestar continuamente la vida de Dios en nosotros sin permanecer en aquel que es la fuente de la misma. La cuestión es si estamos en la misma situación de confianza, dependencia, sumisión y entrega que cuando accedimos a “estar en Cristo” La fe o conduce a la dependencia, sumisión y entrega o no es una verdadera fe, y por tanto no nos lleva a “permanecer en Cristo”.

Es imprescindible volver a esa clase de fe, de relación con el tronco de la vid ¿Quién nos llevó a ella? El Espíritu Santo, tras expresarle nuestro deseo de iniciar esa clase de relación con la vid? Porque hasta somos incapaces de llegar a esta situación por nosotros mismos. ¿Quién nos llevará a restaurar la relación que se rompió? El propio Espíritu, si nuestra voluntad es ser restaurados, “reinjertados” en la vid para volver a dar fruto para la gloria del Padre.

 

Conclusión.

Una iglesia que refleja la imagen de Dios como se debe es una iglesia atractiva para los que se cruzan en su camino. Pero ello sólo es posible si se mantiene en una situación de dependencia respecto del origen de su vida: la vid, Jesús. La comunión permanente con la fuente de la vida nos permite reflejar la verdadera luz de Dios, aquella que sigue llamando a los seres humanos a su lado. Comunión permanente y que afecta toda nuestra vida, nuestras decisiones, nuestros temores y anhelos, nuestras alegrías y nuestras tristezas. Todo ha de estar dependiente de Él, para que todo se vea regado por su luz y bendición.

 

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LA IGLESIA Y EL MUNDO (IX)

Gál. 5:16-26; Ef.5:17-21

Maó 08.02.09; 11 h.

 

 

Introducción.

Decíamos en nuestra anterior meditación de esta serie que una iglesia que refleja la imagen de Dios como se debe es una iglesia atractiva para los que se cruzan en su camino. Pero ello sólo es posible si se mantiene en una situación de dependencia respecto del origen de su vida: la vid, Jesús. La comunión permanente con la fuente de la vida nos permite reflejar la verdadera luz de Dios, aquella que sigue llamando a los seres humanos a su lado. Comunión permanente y que afecta toda nuestra vida, nuestras decisiones, nuestros temores y anhelos, nuestras alegrías y nuestras tristezas. Todo ha de estar dependiente de Él, para que todo se vea regado por su luz y bendición.

Hoy daremos el último paso en el camino que emprendimos allá en el mes de Julio del año pasado al entrar en el análisis de cómo podía conectar la iglesia con el mundo que la rodea y ser significativa para el mismo, cumpliendo así la misión que Dios le tiene encomendada desde la eternidad: ser el reflejo de su luz en medio de los hombres y las mujeres de cada generación. Para ello veremos qué clase de imagen de Dios es esperable encontrar en un cristiano o en una comunidad cristiana permanentemente llena o guiada por el Espíritu Santo.

 

 

 

 

Una cuestión previa: presencia y manifestación.

Es necesario aclarar una cuestión antes de proseguir en nuestra meditación. Si bien todo cristiano nacido de nuevo puede estar seguro de que el Espíritu Santo mora en él, no en todos aquellos en quienes mora puede el Espíritu manifestarse. Sólo lo hará en aquellos que le cedan voluntariamente el control y el gobierno de sus vidas. Y sólo lo hará de manera permanente en aquellos que aprendan a permanecer en la vid, Cristo, en sumisión y confianza.

 

Otra cuestión previa: el fruto y los dones.

No debemos nunca confundir la manifestación o el fruto del Espíritu con los dones del Espíritu:

  1. La manifestación es una y la misma para todos los creyentes. Lo veremos más adelante. Los dones son distintos y particulares para cada creyente, no existiendo gradación en la importancia espiritual de uno o un grupo de ellos.

  2. El fruto sólo puede manifestarse desde la santidad y la obediencia. Los dones pueden ser ejercidos aún en la más tremenda de las carnalidades (1ª Cor.1:7 frente a 3:1-4).

 

La manifestación del Espíritu.

  1. Una vida nueva: Gál. 5:22-23. Decíamos en su momento que no es que Dios nos exija que mostremos este carácter sino que es lo que nos ofrece: llegar a ser así. Que este sea nuestra manera de ser en nuestros hogares, en nuestros trabajos, en nuestras iglesias. Donde reina el fruto del Espíritu, el amor, reina Dios, es el cielo. Donde no reina, está ausente Dios y es el infierno, porque Dios es amor. Ese amor que en el retiro del último Octubre definíamos como la búsqueda del bien del amado, y que, por tanto, no implica debilidad, consentimiento, sentimentalismo superficial. Un amor que proporciona gozo y paz (frente al odio, que genera rabia, tristeza, temor e inquietud). Un amor que, en búsqueda del bien del ser amado, es paciente, que no resignado; es amable, bondadoso, fiel y apacible; capaz de controlarse en toda situación.

 

  1. Alabanza al Señor: Ef. 5:18-20; Jn. 16:14. En contraste con la pérdida del control propio que el vino conlleva en aquellos que abusan de él, llevándolos al exceso, la disipación, y el desenfreno, así los que son controlados por el Espíritu de una manera espontánea hablan entre ellos “… con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en…” sus “…corazones”, “dando siempre gracias por todo al Dios y Padre”. La plenitud del Espíritu nos lleva a una alabanza rica, verdadera y espontánea; puede variar su exteriorización en función de nuestra cultura, nuestro carácter o nuestras tradiciones denominacionales. Pero su esencia es la que inspira el Espíritu y la hace ser verdadera (Jn.4:24). Nace de aquello que el Señor señaló como una de las misiones que iba a tener que ejecutar el Espíritu entre sus discípulos: “Él me glorificará; porque tomará de lo mío (recibirá, RVA), y os lo hará saber” (Jn. 16:14). Nos mostrará quién es, cómo es, cómo nos ama, cómo nos cuida, despertando la alabanza verdadera en nuestros corazones. Los cristianos que permanecen en la vid, permanecen llenos del Espíritu, quien les comunica al mismo Cristo para despertar la alabanza a Él. Las iglesias formadas por cristianos así tienen una alabanza rica, independientemente de la forma que ésta tome en el contexto particular de cada una de ellas.

 

  1. Poder para el servicio: Hechos 1:8. Para que un ministerio sea realmente de bendición para su receptor debe ser ejercido bajo la plenitud del Espíritu Santo, el verdadero origen de toda bendición.

 

 

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