LA EXPERIENCIA DE CONOCER A DIOS

José Borrás Atienza.

Maó, Marzo ’10 - Enero ’11.

 

 

Prólogo.

Lo que tenéis en vuestras manos son las notas que me han servido de guía para la serie de meditaciones que inicié en nuestra iglesia en marzo de 2010 y que ha continuado hasta enero de 2011. Veréis que, como hago desde hace más de veinte años, no suelo utilizar un simple bosquejo. El uso del mismo hacía que, cuando volvía a revisarlo tiempo después, su contenido tenía poco significado para mí. Por ello a mediados de los años ochenta empecé a usar este formato, que tiene la ventaja de ser comprensible aunque haya pasado el tiempo o si lo lee una persona que no ha estado presente en la predicación. También veréis que hay una serie de palabras en el seno del texto, no en los títulos, que aparecen en negrita. Son las palabras clave que me sirven para no perderme durante la exposición. Las he conservado para resaltar las ideas principales y, he de reconocerlo, para no tener tanto trabajo a la hora de la revisión y recopilación. Evidentemente la exposición pública de las predicaciones es más compleja y extensa que las notas que siguen, pero creo que éstas son fieles a lo que he ido exponiendo durante estos últimos diez meses.

Me gusta predicar en series. Me permite desarrollar con suficiente extensión los temas que me inspira el Espíritu y, también, me permite no sufrir pensando y decidiendo sobre qué predicar cada vez que debo hacerlo. Normalmente, cuando empiezo una serie, no sé cuál será su duración ni los detalles de su contenido. Ello va surgiendo a medida que medito sobre la serie, y una predicación da paso de un modo natural a la siguiente hasta que la serie acaba de una manera espontánea y, para mí, lógica.

Cuando empecé esta serie lo hice con un mensaje evangelístico, un llamado a conocer a Dios. Poco a poco fue fluyendo un manantial de ideas acerca de cómo desarrollar la relación que surge del encuentro que permite ese conocimiento inicial. Así hablamos de la idea de una relación personal con un Dios personal, la cual obliga a que progresivamente profundicemos en el conocimiento de ese Dios. Seguimos con la descripción de la personalidad de Dios, de sus expectativas hacia su relación con nosotros, de su oferta para todo ser humano. Cuando he acabado me he dado cuenta de que he compendiado lo que actualmente me parece la esencia del Evangelio. Si el mensaje que transmite la Iglesia quiere ser relevante para nuestro tiempo y cultura no ha de enfatizar tanto la cosmovisión, ni la doctrina ni la moral que contiene. La gente de hoy no tiene tales inquietudes en su mayoría. Aunque el mensaje de Cristo contenga todo ello y mucho más, su esencia, lo que permanece como oferta central de Dios para todo ser humano, en todo tiempo, lugar y cultura, es que Él desea una relación personal con cada uno de nosotros. Una relación que satisfaga nuestra necesidad de auténticas relaciones interpersonales y que sea la base sobre la que poder construir relaciones humanas más verdaderas y satisfactorias. Esto es válido, relevante y significativo para cualquier persona, sea cual sea su cultura, su nivel social, su procedencia y sus inquietudes.

Veréis que la serie acaba un tanto abruptamente. Parecería como si faltaran dos meditaciones más acerca de la oferta de Dios para limpiar nuestros pensamientos y nuestros corazones. Pero al darme cuenta de que ya eran cuestiones habladas en alguno de los mensajes de la serie, decidí no repetirme. Especialmente en la penúltima meditación, sobre la purificación de la boca, hablé acerca de ello.

Espero que estas notas puedan refrescar en nosotros lo que el Espíritu haya querido mostrar a cada uno a lo largo de la serie. O que sirvan para completar lo que quizá algún día no pudimos escuchar. Y que os sea de tanta bendición como lo ha sido para mí el recibir del Señor esto.

 

 

 

 

José Borrás Atienza. Menorca, Enero 2011.

LA EXPERIENCIA DE CONOCER A DIOS

Juan 3:16-21

 

 

Dios quiere que cada ser humano le conozca.

Dios quiere encontrarse personalmente con cada ser humano y por ello se acerca él a nosotros:

  1. Se encarnó en Jesús, el Emmanuel “Dios con nosotros”. Así podemos saber con la máxima exactitud, dadas nuestras limitaciones, cómo es Dios, su carácter, su voluntad para nosotros.

  2. Nos ha hecho llegar su buena voluntad, sus buenas noticias, mediante las Escrituras, el registro que Dios ha querido que llegase a nosotros de lo que él ha hecho y dicho a lo largo de la Historia.

  3. Sale personalmente al encuentro de cada ser humano en medio de sus circunstancias personales.

 

Dios se acerca a ti que has crecido en una familia cristiana.

Quien ha crecido oyendo las buenas noticias de Dios para el ser humano goza, por un lado, de una notable ventaja: Dios forma parte de su cosmovisión. El problema puede ser que se “acostumbre” uno a Dios y no sepa valorar el contenido y las bendiciones de estar junto a él. El hijo de una familia cristiana ha de saber que el ser hijo de creyentes no le hace hijo de Dios. Que ha de responder personalmente a la oferta de relación que Dios le hace. Esta respuesta puede ser progresiva y transcurrir de un modo que aparezca como natural al desarrollo como persona.

Este nuevo cristiano no sabrá muy bien cuándo se produjo su decisión, cuándo nació de nuevo, pero habrá iniciado una relación personal con Dios a partir de aquello que ha ido absorbiendo en el seno de su familia y de la iglesia local en la que ha crecido. Tendrá dudas en algún momento acerca de la veracidad de su experiencia, especialmente cuando la compare con la espectacularidad de aquellos que han visto sus vidas transformadas radical y bruscamente al proceder de la lejanía absoluta respecto de Dios, como le ocurrió a Pablo en su conversión en el camino de Damasco. Como me dijo hace más de treinta años nuestro querido pastor Octavio Abril, no es lo mismo pasar de las tinieblas más absolutas a la luz que hacerlo desde la penumbra de la antesala. Querrá, quizá, convertirse una y mil veces por si lo hubiera hecho mal.

Dios es el que ha mostrado el máximo interés en que le conozcamos y mantengamos una relación de por vida con él. No será por él que se pierda este encuentro. Si tú le quieres conocer y se lo has dicho él hace todo de su parte. Espera que él haga. No compares tu experiencia con la de otros. Él no repite su actuar en nadie. Te da una experiencia personal y única. Confía en él también en esto. Él te ofrece el perdón de tus pecados mediante la muerte redentora de su Hijo. Si tú quieres, este perdón es tuyo. Pídele la fe que te falta. La experiencia que él desea que sea la tuya.

 

Dios se acerca a ti que has vivido ajeno a él hasta ahora.

Si estás aquí escuchando estas palabras es más que probable que Dios esté dirigiendo las circunstancias de tu vida para encontrarse contigo, que has vivido hasta hoy ajeno a él, sin que te importe o no su persona, su voluntad o su amor. Quizá te estés enfrentando a una situación de debilidad y necesidad que te lleva a buscar en él una salida o una ayuda a tu situación. Él te está hablando al corazón a través de su Palabra por el Espíritu Santo.

Quizá eres una persona religiosa que se da cuenta de que su religiosidad no le sirve de nada en esta vida. Así lo mostró Jesús a Nicodemo (Juan 3:1-13) o a Pablo, cuando le derribó de su caballo en el camino hacia Damasco (Hechos 9: 1-19). El cristianismo no es lo que puedes hacer tú para agradar a Dios, sino lo que él ha hecho para que le puedas conocer personalmente e iniciar una relación que ha de durar toda la eternidad.

 

Tu respuesta a Dios.

Dios nunca te forzará a aceptar algo que tú no quieras. Él espera tu respuesta a su oferta de amor eterno. ¿Qué le responderás? Quizá le hayas rechazado en más de una ocasión. Hay muchas razones para hacerlo.

Hoy está especialmente extendida una postura de rechazo intelectual, sea en forma de agnosticismo (imposibilidad para saber acerca de Dios por la naturaleza de este conocimiento de alguien que estaría, de existir, en un plano inaccesible para nosotros) o ateísmo (para quienes creen poder descartar completamente tal posibilidad). Aunque puede que en ciertos casos esta postura tenga un origen realmente intelectual, muchas veces no ha existido una verdadera consideración racional del asunto y tales posturas se originan en:

  1. Razones familiares: la ausencia de cualquier referencia a Dios no incrementa la libertad, sino que la limita al ámbito del rechazo sin siquiera considerar la posibilidad del examen objetivo.

  2. Razones de orgullo: negarse a la posibilidad de un ser superior.

  3. Razones morales: Juan 3: 19-21. Hay personas que no pueden siquiera considerar la posibilidad de que haya un Dios, o de entrar en una relación personal con él porque son conscientes de que existen desarreglos en sus vidas que deberían corregir y no están dispuestos a ello.

 

 

Tu experiencia con Dios.

Si le dices a Dios que sí, deja entonces que él actúe personalizadamente en ti, confía en que en su propósito para tu vida particular está tu felicidad. No compares tu experiencia con la de los demás. Contrástalas con lo que se te dice en las Escrituras, y disfruta de lo que Dios ha preparado para ti.

 

 

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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (I)

DIOS ES UNA PERSONA

Juan 14: 1-14

 

Introducción.

El cristianismo no es una mera religiosidad, unos ritos o creencias. Es una relación con una persona: Dios.

Nuestro propósito como hijos de Dios no es conocer acerca de él. No es conocer la verdadera doctrina. Tampoco saber cómo debería ser nuestro comportamiento. Somos llamados a conocer a Dios como persona. A vivir junto a él, en su presencia. Disfrutar de su amor, su misericordia y su poder.

Dios quiere encontrarse personalmente con cada ser humano y por ello se acerca él a nosotros:

  1. Se encarnó en Jesús, el Emmanuel, “Dios con nosotros”. Así podemos saber con la máxima exactitud, dadas nuestras limitaciones, cómo es Dios, su carácter, su voluntad para nosotros.

  2. Nos ha hecho llegar su buena voluntad, sus buenas noticias, mediante las Escrituras, el registro de todo cuanto Dios ha hecho y dicho a lo largo de la Historia.

  3. Sale personalmente al encuentro de cada ser humano en medio de sus circunstancias personales.

 

 

 

 

 

Dios es una persona, no un contestador automático.

Cada día más, al intentar ponernos en contacto con una empresa, especialmente si es una muy importante, nos enfrentamos a los contestadores automáticos. Son unas máquinas con una voz impersonal que nos va diciendo qué tecla de nuestro teléfono debemos tocar para obtener aquello para lo cual nos hemos puesto en contacto con ellos. La mayoría de nosotros preferiríamos el contacto directo y humano con un trabajador de la empresa que, desde el principio, nos indicara cuál es la solución a nuestro problema.

Hemos de reconocer que, cuando nos acercamos a Dios, muchos de nosotros lo hacemos como quien busca un dispensador automático. Nosotros sabemos lo que queremos obtener y sólo nos queda dar con la tecla adecuada para tenerlo. Por ello acudimos a Dios creyendo que podemos obtener de Él lo que queremos si damos con la tecla adecuada, como si Él fuera un ser impersonal, sin voluntad, sin otra función que no sea satisfacer mágicamente nuestros deseos.

Muchos cristianos sinceros piensan que sus oraciones no son contestadas porque no han acertado con la tecla. Esta tecla puede ser para muchos la fe. Dios no me da lo que quiero porque no tengo la suficiente fe. ¿Acaso la Biblia no dice “todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mat. 21:22), o “Si puedes creer, al que cree todo le es posible” (Mr. 9:23)? La premisa sobre la que se basa este razonamiento es que Dios está obligado a darnos todo aquello que nosotros le pidamos, cualquier cosa de que se trate, si lo hacemos acertando la tecla de la fe. Él no puede opinar, ni discrepar, ni hacer lo que no sea concedernos lo que hemos pedido con la suficiente fe. Dios, dispensador automático de nuestras voluntades aderezadas con la fe suficiente.

La segunda tecla que creemos que podemos utilizar los cristianos para obligar a Dios a hacer lo que nosotros pretendemos es la de la negociación. Yo te doy para que tú me des. Esta opción puede ir desde las más burdas promesas de sacrificios en caso de ser concedido el favor hasta las más sofisticadas negociaciones con Dios. Como si Él necesitara cosa alguna de nosotros.

La tercera tecla tiene que ver con el supuesto efecto mágico de ciertas formas de dirigirnos a Dios. Quizá el más conocido o utilizado sea aquella expresión recomendada por el propio Jesús para presentar nuestras peticiones delante del Padre: “De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará“ (Jn. 16:23). Orar en el nombre de Jesús no es utilizar una fórmula mágica que obliga a Dios a actuar de una determinada manera conforme a nuestra voluntad. El término “nombre” en la cultura judía tiene un sentido más profundo que meramente el de identificar a una persona. El nombre define el carácter, la esencia de lo que esa persona es. Orar en el nombre de Jesús significa hacerlo según su voluntad, lo cual sólo es posible si se tiene un grado suficientemente íntimo de comunión con Él para estar seguro de conocer dicha voluntad. El Padre concede al Hijo lo que éste le pide porque le conoce y sabe su voluntad, pidiendo conforme a ésta. El cristiano obtiene lo que pide en el nombre de Jesús porque le conoce a Él y su voluntad y, de hecho, pide como si fuera el propio Jesús.

 

 

 

La necesidad de tratar con Dios como persona.

Esta última conclusión a la que hemos llegado tiene unas consecuencias profundamente renovadoras para nuestra vida de oración. Para orar conforme a la voluntad de Dios es necesario conocerle íntimamente como persona.

Para intimar con una persona es necesario pasar tiempo con ella y compartir las más variadas experiencias de la vida cotidiana. Es un proceso que dura toda una vida. A medida que vamos conociendo a una persona, más fácil nos debería llegar a ser la convivencia. Conocer sus gustos y sus disgustos, sus filias y sus fobias, su carácter, nos lleva a afinar en nuestra convivencia. Como ocurre en el desarrollo sano de una convivencia matrimonial: la constante adaptación al cada vez más profundo conocimiento del otro. No se puede convivir igual con todo tipo de persona. Así ocurre con Dios. Será necesario irle conociendo para adaptarnos a convivir con Él. A qué le da Él importancia. Cómo va a reaccionar ante nuestras actitudes.

 

Conclusión.

Tenemos la Palabra de Dios que nos indica cómo es Él, de qué pasta está hecho. Qué es esperable hallar en la vida íntima con Él. De todo esto me gustaría ir hablando en próximas meditaciones.

 

 

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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (II)

DIOS ES AMOR

1ª Juan 4: 7-21

 

Introducción.

Para triunfar en la convivencia con una persona es necesario conocerla. Sin este conocimiento, la mutua adaptación que se requiere para convivir es imposible. Esto también es válido si consideramos las diversas etapas por las que pasa una convivencia larga y estable como puede ser la de los padres con los hijos o la de un matrimonio. Es necesario adaptarnos continuamente, evolucionar en nuestra convivencia si queremos triunfar en nuestra relación, ya que no somos los mismos a lo largo de toda nuestra vida.

Si para convivir es necesario conocerse y adaptarse el uno al otro, ello es también válido a la hora de pasar nuestra vida en convivencia con Dios. Decíamos en nuestra anterior meditación de esta serie que Dios no es un contestador o un dispensador automático. Es una persona, con todo lo que ello implica para la convivencia. Será necesario renunciar para obtener todos los beneficios de una relación así. Y, sin que se me acuse de irreverente, permitidme que os diga que probablemente Dios es quien más cede en su relación con nosotros.

Hoy quisiera iniciar una serie de meditaciones sobre quién y cómo es Dios. Con este conocimiento sobre él podremos construir una relación estable y duradera, fértil y beneficiosa.

 

 

 

Dios es amor.

En los versículos que hemos leído de 1ª Juan 4 se nos exhorta a amar. Nuestra naturaleza humana es muy compleja y tiene muchas caras. Podemos amar y podemos odiar, incluso a una misma persona en distintas situaciones o etapas de la vida. Podemos admirar o podemos despreciar. Podemos hacer el bien o hacer el mal. Podemos ser excelente ejemplos o malos ejemplos. Y todo ello sin dejar de ser nosotros mismos. Por ello es que el ser humano es imprevisible. Es capaz de lo mejor y de lo peor. No existen en el ámbito humano los buenos y los malos. Eso queda para las películas de propaganda o para niños pequeños. La realidad humana es compleja y variable, rica en matices y plena de contradicciones. En nosotros está el hacer el bien y el hacer el mal. Por eso somos libres y responsables de nuestros actos. No estamos predeterminados inequívocamente a decidir en un sentido o en el otro, a actuar de una manera o de otra. Es por ello que tiene sentido que se nos exhorte a escoger amar antes que odiar o permanecer indiferentes ante otros.

Dios, en cambio, es en cierto sentido más previsible. El es inmutable, único, sin dobleces, sin contradicción en sí mismo. En 1ª Jn 4:8 y 16 se nos dice que Dios es amor. El amor no es un fruto o manifestación ocasional o más o menos estable de Dios como persona. Es su misma esencia o naturaleza. Dios es amor. Por tanto no puede hacer otra cosa que manifestar lo que es, su esencia: amor. Esto también implica que nunca podrá hacer o manifestar algo distinto al amor. Esto sí que estaría fuera del alcance de un Dios omnipotente: dejar de ser y manifestar lo que es. En otras palabras “Él no puede negarse a sí mismo” (2ª Tim 2:13). No hay en Él “mudanza, ni sombra de variación” (Stgo. 1:17). Dios es amor y nunca podrá comportarse hacia nosotros en términos que no sean los del amor.

 

Qué clase de amor es el que es la esencia de Dios.

Los seres humanos amamos de distintas maneras. No es el mismo el amor hacia los padres que hacia los hijos, que hacia la pareja, que hacia los amigos.

C.S. Lewis distingue en su libro “Los cuatro amores” dos tipos básicos de amor que pueden aplicarse a distintas situaciones y clases de amor. Él distingue entre el amor-necesidad y el amor-ofrenda. El primero es una respuesta a una necesidad que el objeto amado puede suplir. Estoy solo y necesito compañía. Mientras satisfagas mi necesidad de compañía yo te amaré. Se trata de un amor interesado y que suele finalizar en cuanto la necesidad es cubierta o suplida en otro objeto. Sería el ejemplo de aquellos amores a una pareja que se acaban el día que nuestras necesidades afectivas o sexuales están mejor saciadas por otra persona. Era amor, pero un amor condicional y, por tanto, temporal. El amor-ofrenda, en cambio, es un amor que se da a cambio de nada, que no suple necesidad alguna o cuyo objetivo no es primariamente la satisfacción de ninguna necesidad propia. Ese es el amor que la mayoría de padres tienen por sus hijos. Los hijos nos pueden decepcionar, maltratar, despreciar, pero siempre contarán con nuestro amor incondicional. Esta es la clase de amor “ágape” que es la esencia natural de nuestro Dios. Él no nos necesita. Nos ofrece su amor incondicional. El amor de Dios no solamente es incondicional sino que nace y se mantiene en las circunstancias más adversas (4:9; Ro. 5:6-8).

La naturaleza del amor de Dios es una actitud hacia nosotros que busca permanentemente nuestro bien. Por eso podemos decir que Dios es bueno en esencia porque esa esencia es procurar el bien para los objetos de su amor. Nunca olvidemos esto en nuestra relación vital con Dios. No siempre entenderemos que lo que sucede en nuestras vidas sea lo que nosotros hubiéramos elegido. Pero Dios aprovecha las cosas más lejanas en apariencia a lo bueno y agradable para que redunden en nuestro propio bien (Ro. 8:28). Sólo aman a Dios los que han descubierto que Dios les ama porque él es amor. Estos son los que ven cómo todo colabora a su bien, el fin último del amor de Dios, incluso en las circunstancias más adversas. Es cuestión de tiempo que sepamos ver y entender lo que Dios hace o permite en nuestras vidas, y cómo todo ayuda a bien. Dios permite ciertas cosas en nuestras vidas para evitarnos daños mayores, para corregir nuestras debilidades y defectos. A medida que vemos el desenlace de los vericuetos que va tomando nuestra vida, podemos ir corroborando que todo lo ha ordenado Dios para nuestro bien. Y aquello que no sepamos interpretar en este mundo, Dios nos lo revelará en el siguiente.

 

Conclusión.

El amor-ofrenda es un amor no merecido, que no nace obligado por una cualidad del objeto amado que no puede recibir otra respuesta. De hecho, en nuestra relación con Dios ocurre totalmente lo contrario: Dios nos empieza a amar precisamente cuando éramos sus enemigos y no merecíamos otra cosa que su justo rechazo. Pero esta es la característica del amor-ofrenda de Dios hacia nosotros: siempre se mueve por su gracia, su misericordia y su capacidad de perdón. Dios siempre te ama. No puede dejar de hacerlo. Es su naturaleza. Si te equivocas, seguirá amándote y mostrándote los brazos abiertos de su perdón, su gracia y su misericordia.

Este amor-ofrenda de Dios nos deja anonadados y humillados. Nos gusta pensar y sentir que los demás ejerzan su amor-necesidad hacia nosotros por nuestras cualidades. Pero el amor-ofrenda de Dios nos deja sin refugio para nuestro orgullo. Él nos ama no por nosotros mismos, sino pese a nosotros mismos. Sólo nos queda aceptar humillados este don de Dios y que esta idea de su amor-ofrenda rija siempre nuestra relación con Él.

Dios te ama. Siempre buscará lo mejor para ti, aunque ello implique dolor por la disciplina a que debes ser sometido para llegar a ese bien que él ha ideado para ti (Heb. 12:11).

 

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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (III)

LA GRANDEZA Y EL PODER DE DIOS

Salmo 29

 

Introducción.

En esta serie de meditaciones que hemos empezado recientemente acerca de la experiencia de vivir con Dios, hemos hablado acerca de la importancia de considerar que dicha relación la establecemos con una persona, no con un objeto al que podemos manipular de una manera o de otra, obligándolo a interactuar con nosotros según nuestros intereses personales.

En segundo lugar estuvimos hablando de la necesidad de conocer el carácter o la personalidad de la persona con quien vamos a establecer una relación sólida y duradera, para poder adaptarnos el uno al otro.

Empezamos el análisis del carácter de Dios viendo que su esencia es el amor, entendido en su sentido más noble, como la búsqueda perpetua del bien del objeto amado. De este amor veíamos cómo:

1) Nace y se mantiene en las circunstancias más adversas;

2) Dios aprovecha las cosas más lejanas en apariencia a lo bueno y agradable para que redunden en nuestro propio bien;

3) Dios siempre te ama. No puede dejar de hacerlo.

4) El amor-ofrenda de Dios es un amor no merecido, que nos deja sin refugio para nuestro orgullo. Él nos ama no por nosotros mismos, sino pese a nosotros mismos. Sólo nos queda aceptar humillados este don de Dios y que esta idea de su amor-ofrenda rija siempre nuestra relación con Él.

La omnipotencia de Dios.

Hoy me gustaría que centráramos nuestra atención en otras de las características de la personalidad de Dios: su poder sin límites y la manera en que Él ejerce esta capacidad.

A Dios se le presenta en la Biblia como Todopoderoso (Gén. 17:1), como aquel que todo lo puede. Este poder sin límites se muestra en su capacidad para:

  1. Crear desde la nada como inicio de su obra de creación (Gén. 1:1; Sal. 33:9)

  2. Diseñar y crear la complejidad, belleza y equilibrio de cuanto existe (Gén. 1 y 2)

  3. Sustentar de modo providencial lo creado a través de las leyes naturales (Sal. 65:9-13; Sal 104)

  4. Su capacidad para no estar limitado por las leyes naturales por Él establecidas (Sal. 77:14-20).

 

La libertad de Dios respecto de las leyes naturales.

El poder de Dios no tiene límites, como nos ocurre a nosotros en nuestra interacción con las leyes naturales. Pero es cierto que la manera en que Él ha establecido que las cosas funcionen no es arbitraria ni caótica. De hecho la ciencia nace de la idea cristiana de que la naturaleza tiene un diseño inteligible e inteligente, el cual puede ser descubierto por el intelecto humano. Como principio general podríamos decir que Dios ha escogido gobernar el mundo y sus interacciones de una manera racional y predecible.

No sería bueno que no existieran unos principios sabios y estables que rigieran el universo. Imaginémonos si éste dependiera continuamente de que nosotros fuéramos decidiendo momento a momento qué nos interesa que Dios haga con lo creado. Ha de haber un orden que haga predecible el universo y nuestra interacción con él.

Pero si bien es cierto que Dios ha establecido unas leyes que rigen el funcionamiento del universo, Él no se halla limitado por ellas. Si quiere, puede transgredirlas. Pero esta no es la manera habitual o corriente en que Dios se comporta. Él siempre interactúa con lo creado y con el devenir de los acontecimientos que llamamos historia. Él ejerce un control absoluto de cuanto es y cuanto sucede (Mt. 10: 29-31), pero la mayoría de veces lo hace de una manera silenciosa, discreta, “no maravillosa”, que distinguimos a posteriori, cuando discernimos que ha sucedido lo que era lo mejor para el propósito benefactor y amoroso de Dios hacia nosotros. Jesús mismo estuvo sujeto habitualmente a las leyes naturales.

Por ello, cuando sucede una transgresión por parte de Dios de una de las leyes naturales que Él ha establecido, hablamos de una señal, una maravilla o un milagro. Existe un elemento sorpresivo en estos sucesos porque no son la manera corriente de actuar por parte de Dios, si bien Él puede actuar por encima de las leyes por Él creadas cuando quiere y como quiere.

¿En qué circunstancias Dios actúa por encima de sus leyes naturales? ¿Existe una lógica en la intervención sobrenatural de Dios en la naturaleza y en la historia? Dado que Dios es un Dios razonable y racional, ¿podemos llegar a conocer algún principio por el cual Él decida cuándo intervenir más allá de lo natural?

El primer principio que creo discernir en la Palabra y en mi experiencia personal es el de que sus señales y maravillas forman parte de lo que podríamos llamar el proceso de revelación de Dios al ser humano. Y ello porque las señales o milagros manifiestan la grandeza y poder de la persona de Dios sobre el universo creado, sobre sus adversarios humanos y espirituales. Las señales y milagros forman parte inseparable de la Revelación de Dios al hombre y a la mujer a lo largo de la historia. Dios interactúa con los seres humanos de las distintas épocas y, en esta interacción, a veces ocurren cosas que superan las leyes naturales. Estas señales no sólo muestran el poder y la grandeza de Dios, sino que apoyan la veracidad de lo que se está revelando acerca de ese Dios. Por esto es que en las Escrituras las señales suceden con especial intensidad en períodos de especial intensidad del proceso de revelación: los hechos del Éxodo, los períodos proféticos, la venida de Jesús, los primeros años de la Iglesia apostólica. Con ello no quiero decir que Dios no actúe fuera de estos períodos de especial avance del proceso de revelación. Dios siempre actúa, pero la mayoría de las veces no de manera tan espectacular como en estos períodos especiales. Tampoco digo que Dios, fuera de estos períodos de especial intensidad, no realice milagros ni señales. Digo que su frecuencia probablemente sea menor. Creo que esto es lo que distingo en las Escrituras.

El segundo principio que creo discernir en las Escrituras acerca de las circunstancias que mueven a Dios a intervenir de una manera que no respeta los límites de sus propias leyes naturales es que las señales y los milagros son una manifestación extraordinaria de su amor y su misericordia hacia quienes padecemos las consecuencias del pecado sobre la Creación: sufrimiento, dolor, enfermedad y muerte. Serían pues los milagros y señales una expresión de su voluntad redentora y salvadora sobre todas las consecuencias del pecado en el universo. Con este principio en mano algunos entienden que los cristianos en la era de la gracia y de la redención en Cristo no deberíamos estar sujetos a ninguna de las consecuencias naturales del pecado, como son la enfermedad, la injusticia, el dolor o el sufrimiento. Aunque es una conclusión tentadora, la realidad y lo que las propias Escrituras muestran no es esto. Pensemos en el más sonoro milagro de Jesús: la resurrección de Lázaro. Un caso evidente de triunfo de Jesús sobre la peor consecuencia del pecado, la muerte física. Pero en ningún lugar se nos dice que Lázaro no volviera a morir cuando llegase su hora, por edad o por lo que fuera. No llegó a alcanzar la inmortalidad en esta vida. Nadie, sólo Jesús, lo ha hecho. Por tanto la conclusión de que tenemos el derecho de esperar librarnos de la enfermedad, el dolor o el sufrimiento por los efectos del sacrificio redentor y victorioso de Jesús sobre el pecado, es falsa. En cambio, lo que sí hallamos en la Biblia son razones por las cuales aún hoy estamos sujetos a las consecuencias del pecado sobre nuestras vidas: la disciplina que necesitamos para santificar nuestras vidas, la dependencia respecto de Dios que nos permite experimentar su poder en medido de nuestra debilidad, la búsqueda de proximidad a Él en medio de las circunstancias difíciles de la vida, etc.

Dios siempre actúa movido por el propósito de su amor por nosotros, un amor que no es sino la búsqueda de nuestro bien. Con ese propósito en mente, Dios no se ve limitado por las leyes naturales o por el devenir ciego de la historia, por lo que, cuando Él lo necesita para cumplir ese propósito de amor para cada uno de nosotros, interviene sobrepasándolas si Él lo considera necesario para su fin.

 

Conclusión.

Nosotros no podemos manejar a Dios a nuestro antojo. Él tiene un propósito de amor benéfico para cada uno de nosotros. Si cuenta con nuestro permiso, con nuestra obediencia confiada en Él, Él llevará a cabo ese propósito con las herramientas que Él crea necesario usar. No se verá limitado por las leyes que rigen el universo. Puede que veamos milagros y señales, pero porque Él crea que son el medio para conseguir su fin último: nuestro bien.

 

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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (IV)

LA SANTIDAD Y LA MISERICORDIA DE DIOS

2ª Samuel 11 y 12; Sal. 51

 

Introducción.

Un rico empresario norteamericano conoció a la hermosa mujer de uno de sus empleados y se enamoró perdidamente de ella. No podía quitársela de la cabeza. Empezó a invitarles a ambos a sus fiestas con lo más selecto de la sociedad. En tales ocasiones aprovechaba para distraer al marido presentándole a altos ejecutivos de la competencia, con quienes le sugería debía explorar posibles nuevos negocios. Él aprovechaba esos momentos para rondar a la mujer de quien se había encaprichado. La agasajaba, la intentaba obnubilar con sus atenciones, con pequeños detalles y regalos varios. El marido, insensato, pensaba que estas atenciones eran en agradecimiento a sus méritos en la empresa, que suponían un reconocimiento a su esfuerzo e importancia en la organización, así como una garantía de su propio progreso futuro en la misma. Un día en que el marido estaba de viaje de negocios, el empresario invitó a cenar a su mujer. Ésta, extrañada e inquieta por la invitación en ausencia del marido, acudió. Lo que sucedió después no lo recuerda muy bien. Cenaron, bebieron abundantemente, y sólo recuerda que amaneció en la cama del rico empresario. Terriblemente avergonzada volvió a su casa, no sin rechazar las presiones del jefe de su marido para seguir viéndose a solas. El acoso continuó durante las siguientes semanas. La respuesta era siempre negativa.

Al mes de los hechos que hemos relatado, el marido engañado fue enviado a una importante cita de negocios en el estado vecino. No estaba lejos, así que se decidió que iría en el coche que la empresa ponía a su disposición, el último modelo de la gama superior de una marca de gran prestigio en el país. Eran las once de la noche cuando su esposa recibió la llamada de la policía del estado vecino. Su marido había muerto en un terrible accidente de tráfico. No se sabía qué había sucedido, pero al parecer había perdido el control del vehículo en una zona de curvas y se había matado él solo, sin chocar con nadie. Días después le llegó la información de que se habían detectado anomalías en el sistema de frenos del sofisticado coche que conducía su marido la noche del accidente. Había indicios de manipulación de dicho sistema, pero nunca llegó a poderse confirmar este extremo. Sólo unos pocos sabían la verdad del asunto. Enrabietado y frustrado por su negativa a iniciar una relación con él, el jefe de su marido había ordenado manipular el coche de su empleado para que sucediese algo parecido a lo que acabó pasando. No llegó a verla nunca más. Ella se encerró durante meses en su casa y, finalmente, abandonó la ciudad para empezar una nueva vida lejos de la tragedia que destrozó su matrimonio y su vida.

Lo que me había olvidado de contaros es que el empresario causante de la desgracia era uno de los líderes más afamados de una de las iglesias locales más reconocidas de la ciudad. Predicador habitual en la misma, era autor de reconocidos éxitos de ventas cristianos a nivel nacional e internacional.

Malvado, adúltero, asesino, hipócrita, indigno de ser considerado hijo de Dios. Todo esto y mucho más viene a nuestra mente en reacción a los hechos que protagonizó nuestro personaje. Excomulgado, apartado de todo cargo eclesial, escondido de los ojos de la comunidad, denunciado ante la justicia, aunque exonerado por falta de pruebas. Todo ello le sucedió. Poco, para lo que fue capaz de hacer, diríamos nosotros.

Esta historia es una invención mía. Mala, supongo. Pero intenta ser una actualización de lo que sí es una historia real: la del rey David y su “affaire” con Betsabé, esposa de uno de sus soldados, a quien, movido por el afán de quedarse con ella, envió a una muerte segura en el campo de batalla. Este hombre es en quien nos inspiramos con muchos de nuestros salmos favoritos. Él es el principal antepasado de nuestro Señor Jesucristo. Y, lo que más me llama desde hace años la atención, un hombre “conforme a su corazón” (1ª Sam. 13:14), el corazón de Dios.

¿Acaso Dios no sabía lo que había en el corazón de su futuro rey David? ¿O qué es lo que mira Dios en el corazón del ser humano? ¿Algo distinto a lo que miramos nosotros? ¿Cómo juzga Dios ese corazón? ¿Según qué criterios? El Salmo 51 es la reacción que David tuvo cuando le fue recriminada su acción contra el marido de Betsabé, contra ella misma y contra Dios.

 

Salmo 51.

David sabe que ha manchado y estropeado su relación con Dios. Aunque ha mancillado la honra de Betsabé y ha hecho matar a su legítimo marido, lo que más le duele es que todo ello a quien más afecta es a la persona de Dios (v. 4). Él, que es justo y puro, perfectamente bueno y santo, es a quien más ofenden nuestras imperfecciones y maldades. Dios está muy lejos de nosotros por su naturaleza espiritual, su grandeza y su perfección, por su carácter moral, el cual constituye la ley moral del universo. David es consciente de que el pecar, el apartarse de la voluntad perfecta de Dios, forma parte ineludible de la naturaleza humana desde el nacimiento (v. 5).

Pero la primera cualidad de David, lo que Dios veía en su interior como aquello que le hacía un hombre conforme al corazón de Dios, es su capacidad para reconocer su pecado y su necesidad del perdón de Dios (vv. 1-5). Esto es el arrepentimiento.

El arrepentimiento no es un subterfugio para seguir haciendo lo que uno quiere. Sólo es un recurso efectivo para la restauración de la relación con Dios y la paz con Él y con uno mismo si es sincero (v. 6: “tú amas la verdad en lo íntimo”). Si ello es así, Dios proporciona no sólo perdón sino también purificación. Él limpia y olvida que una vez fuimos sucios y malvados (v. 7). Crea un nuevo espíritu en nosotros que hace posible abandonar la vida en el pecado y empezar a vivir en novedad de vida. Y esto quiere decir que Dios entierra nuestro pasado y sólo mira nuestro presente y nuestro futuro renovados. Dios nos capacita para evitar recaer en el pecado que siempre nos acecha (v. 14).

El verse perdonado y aceptado por Dios genera una reacción de querer compartir nuestro perdón y nuestra salvación con otros (v. 13), así como una corriente de alabanza hacia aquel que nos ha perdonado (v. 15).

El arrepentimiento no obvia la justicia de Dios, pero sí desata su infinita misericordia (v. 1). Esta misericordia le costó a Dios la vida de su Hijo, entregada para pagar nuestra deuda con Él.

La segunda cualidad de David que le hizo ser un “hombre conforme al corazón de Dios” es su capacidad para quebrantarse y humillarse ante Dios (v. 17). Dios no quiere otra cosa. No quiere lo que otros dioses exigen a sus adoradores: sacrificios materiales, promesas cumplidas, esfuerzos por mejorar éticamente. Lo único que desea es un espíritu quebrantado y humillado, que reconoce no sólo las caídas, sino la absoluta incapacidad para agradar a Dios, para servirle o serle de utilidad. El espíritu que reconoce la propia incapacidad y sólo descansa en la profundidad de la gracia y la misericordia de su Dios. Un espíritu capaz de llorar por la propia pecaminosidad, la propia debilidad, para así lograr experimentar el poder de Dios, que se fortalece en la debilidad humana (2ª Cor. 12:9-10).

 

Conclusión.

Dios es santo y justo, cosas que no están en nuestro carácter. Esta diferencia entre nuestro ser y el de Dios provoca una verdadera y total incompatibilidad de caracteres o de personalidades. Pero ésta no le deja a Él incapacitado para mostrar su amor por nosotros.

Él sigue buscando ejercer su amor hacia nosotros y, buscando nuestro bien, encuentra la manera de entrar en relación personal con nosotros: nos ofrece, nunca nos obliga, el cambio de naturaleza que permita el perdón y la reconciliación entre nuestros respectivos seres. Cristo muere en la cruz para que nuestro pecado sea borrado, perdonado y resucita para que podamos nacer a una nueva vida en relación con Dios.

Dios actúa hacia nosotros movido por su amor y mediante su gracia que nos reconcilia con Él aún sin merecerlo.

Esta gracia no se agota en la obra de salvación. Es una característica de Dios que siempre estará presente en toda nuestra relación con Él.

Toda nuestra vida está regida por la gracia de Dios. En su perdón continuo, en su providencia, en su cuidado y protección.

Dios siempre está dispuesto a perdonar nuestros errores e infidelidades. Sólo busca que aceptemos este perdón mediante el arrepentimiento. Esta gracia nos obliga hacia los demás en sus ofensas y debilidades (Mt. 6:12). Como Él nos perdona se nos demanda que perdonemos ante el verdadero arrepentimiento.

 

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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (V)

LA FIDELIDAD DE DIOS

2ª Tim. 2:11-13

 

Introducción.

En esta serie de meditaciones que estamos desarrollando desde hace ya tres meses hemos estado hablando acerca de la relación con Dios que es la esencia de la experiencia cristiana.

El cristianismo no es tanto un sistema religioso como una relación personal con un Dios personal.

Para desarrollar esta relación con éxito es preciso conocer el carácter o la personalidad de aquel con quien vamos a establecer dicha relación.

Respecto de dicho carácter dijimos que su esencia es el amor, entendido como la búsqueda perpetua del bien del amado. Un amor que nace y se mantiene en las circunstancias más adversas, aprovecha las cosas más lejanas en apariencia a lo bueno y agradable para que redunden en nuestro propio bien, es para siempre y es un amor no merecido, que nos deja sin resquicio para nuestro orgullo.

Hablábamos también de la omnipotencia de Dios. Él actúa habitualmente controlando las circunstancias naturales e históricas a través de las leyes por Él creadas, pero no tiene problema alguno en actuar más allá de ellas para llevar a cabo sus benéficos propósitos hacia nosotros.

Acabábamos hablando en nuestra última meditación acerca de la santidad de Dios, que no puede mezclarse con nuestra indignidad, pero también de su infinita misericordia que le lleva a fijarse más en nuestra capacidad para el verdadero arrepentimiento y la humildad y el verdadero quebrantamiento interior.

 

Dios es fiel.

Hoy quisiera hablaros de una cualidad del carácter de Dios que nos proporciona una base estable para mantener y desarrollar nuestra relación con Él. La Biblia nos presenta a Dios como alguien digno de confianza. Este es el significado de la palabra “fiel” con el que se describe al Señor en el versículo que hemos leído esta mañana (2ª Tim. 2:13). En el original griego “pistós” pertenece a la misma raíz que la palabra “fe”, “pistis”. Nuestra confianza, que es la base sobre la que podemos acercarnos a Dios y mantenernos junto a Él en nuestra relación vital, se deposita sobre alguien que es merecedor de ella.

Solemos hablar de alguien como merecedor de confianza cuando conocemos cómo va a reaccionar en distintas circunstancias. Una persona no es merecedora de nuestra confianza cuando sus respuestas ante las diversas circunstancias de la vida son volubles, caprichosas, impredecibles.

La razón básica de la fidelidad de Dios radica en la imposibilidad de que Él actúe en contra de su propia naturaleza (“Él no puede negarse a sí mismo”, v. 13b).

Nuestra posibilidad de predecir hasta cierto punto cómo va a reaccionar Dios ante diversas circunstancias en nuestra relación con Él no radica en nuestra capacidad de manipular su voluntad y su acción, sino en que, conociendo cómo es Él, podemos estar seguros de que Él se comportará conforme a su carácter: va a ser fiel a sí mismo.

 

Dios interactúa con nosotros conforme a su carácter.

Decíamos al hablar del amor de Dios, la esencia de su carácter, que Él no podía dejar de amar. No era una opción para Él. Él siempre busca nuestro bien. Sólo nuestra distancia respecto de su voluntad bondadosa puede impedir que los efectos del amor de Dios se muestren en nosotros.

Lo mismo podemos decir respecto de su poder sin límites. Éste permite a Dios llegar a cumplir con sus propósitos sin otro límite que el de su voluntad y de nuestra sumisión a la misma. Si Él quiere algo para nosotros y nosotros estamos dispuestos a asumir su voluntad, no cabe la menor duda de que se llevará a cabo por muchos impedimentos que puedan existir.

Dios no puede dejar de ser justo. Pero tampoco puede dejar de ser misericordioso, de manera que, bajo los principios de nuestro arrepentimiento y quebrantamiento frente a Él, siempre predominará la misericordia frente al juicio (Sant. 2:13).

Dios, pues, siempre interactuará con nosotros conforme a estos cuatro principios básicos; su amor, su poder, su justicia y su misericordia. Dentro de estos parámetros, Dios es digno de nuestra confianza. Fuera de ellos no le hallaremos nunca.

 

En qué ámbitos es de esperar su fidelidad.

  1. En la preservación de nuestra salvación hasta el fin (1ª Cor. 1:8-9) (1ª Tes. 5:23-24).

  2. En establecer los límites a nuestras pruebas y tentaciones (1ª Cor. 10:13).

  3. En el cumplimiento de sus promesas (2ª Cor. 1:18-20).

  4. En el perdón de nuestros pecados y nuestra maldad (1ª Jn. 1:9).

 

Conclusión.

El conocimiento de la fidelidad de Dios es algo que nos viene con la experiencia de convivir con Él.

A medida que comprobamos su fiabilidad nuestra fe crece. Nuestra confianza en Él aumenta a medida que comprobamos que es digno de tal confianza.

 

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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (VI)

LA IRA DE DIOS

Ro. 1:18-2:16

 

Introducción.

Llevamos unos meses meditando sobre el carácter de Dios, con el fin de conocerle de manera que se facilite el desarrollo y crecimiento de nuestra relación personal con Él.

Hemos hablado de un Dios cuya esencia es el amor, capaz de actuar con todo el poder para llevar a cabo sus propósitos bondadosos para nuestras vidas, un Dios cuya santidad le dificulta su relación con nuestra imperfección, pero cuya misericordia le lleva a superar esa dificultad, y cuya fidelidad es garantía de permanencia para dicha relación.

Frente a todas esas cualidades del carácter de Dios, hoy he de confesaros que me cuesta mucho hablar de una faceta de Dios que forma parte de sus sentimientos. He intentado evitar este tema. Quise retrasarlo y busqué otros sentimientos frecuentes en el carácter de nuestro Señor. Pero una y otra vez se me aparecía como el sentimiento divino más ampliamente descrito en las Escrituras el de su ira.

Dificultades con la ira de Dios.

¿Cómo avenir en el mismo ser el perfecto amor y la ira?

Algunos han querido ver una dicotomía entre el Dios-Jehová del AT, airado, guerrero, vengativo, y el Dios-Jesús del NT, lleno de amor, misericordia, perdón y paciencia. Esta es una bienintencionada pero falsa solución a nuestro problema con la ira de Dios. El tema de la ira como reacción divina ante ciertas personas, pueblos, circunstancias, es una constante en la totalidad de las Escrituras, desde Génesis hasta Apocalipsis.

 

El objeto de la ira de Dios.

Después de darle muchas vueltas al asunto, la conclusión a la que he llegado es que el amor de Dios no sería perfecto si no se manifestara también su ira. ¿Qué clase de amor sería aquel que no se inmutase ante:

  1. El desprecio del amor sincero, verdadero y paciente ofrecido por el mismo Dios? (1:18-23; 2: 4-5)

  2. La maldad del ser amado y las consecuencias lesivas que esta maldad conlleva para la vida del amado por Dios? (1:24, 26, 28-31)

  3. La falta de amor y compasión por aquellos otros a quienes Dios también ama? (1:28-32)

 

Dios no sería perfecto en su amor si no se airase ante estas cuestiones presentes en el objeto del mismo. La ira de Dios es un sentimiento santo y justo que aparece como consecuencia de su extremado amor por nosotros, cuando le fallamos o le despreciamos. Santo porque es la expresión de la imposibilidad de convivir lo divino con lo sucio y despreciable. Justo porque se deriva de la capacidad exclusiva de Dios de distinguir perfectamente las acciones y sus causas, pudiendo así juzgar con absoluta justicia (2:2)

 

Los efectos de la ira de Dios.

La ira de Dios es un sentimiento, una reacción emocional, que tiene unas consecuencias:

  1. Tribulación y angustia: 2:8, 9. El odio y la ira entre seres humanos generan una situación de infierno en la tierra. Dios, apartado por el ser humano de su vida, se retira y deja que reine el pecado y sus consecuencias (1:29, 30)

  2. Muerte y destrucción: 1:32. Según las Escrituras, el efecto definitivo de la manifestación de la ira de Dios será la muerte eterna, la separación definitiva de Dios y sus bendiciones que conllevarán un tormento eterno (Ap. 20:11-15)

 

Evitando la ira de Dios.

La ira de Dios es la consecuencia de la presencia del pecado y sus derivados en la vida humana.

Pero la ira de Dios es contenida por Él mismo, tardando en aparecer para que haya una y mil oportunidades para que el objeto de la ira, el ser humano, pueda evitarla mediante el arrepentimiento (2:4). Éste implica reconocer la justicia del juicio de Dios, así como acogerse a su misericordia y amabilidad para nuestro perdón, ganado por su Hijo en la cruz del Calvario.

 

Conclusión.

Agradecemos al Señor que le importemos lo suficiente para que su ira se despierte ante nuestra infidelidad, la maldad humana y los ataques a sus amados.

Agradecemos también al Señor su paciencia y longanimidad: Sal. 86:15: “Mas tú, Señor, Dios misericordioso y clemente, lento para la ira y grande en misericordia y verdad, “

 

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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (VII).

MATRIMONIO Y ADULTERIO

Santiago 4: 4-5

Introducción.

Siguiendo con nuestra serie de meditaciones acerca de lo que constituye la esencia del mensaje cristiano, la posibilidad de mantener una relación personal con un Dios personal, hemos estado analizando la personalidad de éste. Hemos hablado acerca de su esencia, que es el amor, capaz de actuar con todo el poder para llevar a cabo sus propósitos bondadosos para nuestras vidas, un Dios cuya santidad le dificulta su relación con nuestra imperfección, pero cuya misericordia le lleva a superar esa dificultad, y cuya fidelidad es garantía de permanencia para dicha relación. Un Dios cuya ira debemos ver como expresión de la frustración de sus propósitos amorosos para nosotros, de consecuencias evitables gracias a su misericordia expresada en el Calvario.

A partir de hoy me gustaría analizar qué espera Dios de su relación con nosotros. Qué cosas la facilitan, desarrollan y enriquecen y qué cosas la dificultan, la empobrecen o la arruinan.

 

La relación con Dios vista como un matrimonio.

Ya desde los primeros libros del AT, la relación del ser humano con Dios es descrita metafóricamente como una relación entre un esposo (Dios) y su esposa (el pueblo de Israel), un matrimonio.

Esta imagen era tan vívida para los judíos que en el NT se sigue utilizando, quizá con aún mayor énfasis (2ª Cor. 11: 2; Ef. 5:25-32; Ap. 19:7; 21:9-11 a).

 

La ruptura de dicha relación se etiqueta de adulterio o fornicación (Éx. 34:15; Deut.31:16; Os. 9:1).

La relación que el Dios de la Biblia nos ofrece a los seres humanos no es la de un rey y sus súbditos, o la de un amo y sus esclavos, sino la relación íntima que se establece entre el marido y la esposa en el seno de la unión matrimonial.

Así podemos entender por qué Santiago, al iniciar su reprensión a los destinatarios de su carta (una colección de sermones, más bien), se dirige a ellos como “almas adúlteras” (4:4). Han traicionado a su pareja matrimonial, han fallado a las condiciones del pacto que establecieron entre las dos partes.

En este caso la traición ha consistido en establecer una relación incompatible con la relación matrimonial con Dios. Los cristianos a los que se dirige Santiago se han hecho amigos del mundo, lo cual ha encendido los celos de Dios hasta enemistarlos con Él. Esta relación incompatible con la relación con Dios no hace referencia a simplemente la convivencia habitual con las personas que no conocen al Señor, pues, si fuera así, nos “sería necesario salir del mundo” (1ª Cor. 5:9-11), cosa que la Iglesia ha intentado en diferentes épocas y maneras, ignorando que ésta no es la voluntad de Dios para un pueblo que ha de estar en el mundo sin ser del o como el mundo (Jn. 17:14-16).

 

 

 

 

¿Cómo es la relación con el mundo que se convierte en una amistad que traiciona el vínculo matrimonial con Dios?

  1. Amar, no lo creado, digno del amor humano como creación de Dios, sino el sistema de valores y acciones que conforman la sociedad humana. Priorizar esos valores y lo material por encima del amor a Dios es traicionar nuestro pacto de matrimonio con Él, entrando así en enemistad (1ª Jn. 2:15)

  2. Alimentar todo aquello que alimenta nuestra naturaleza carnal o pecaminosa (Ro. 8:6-8).

  3. Intentar servir a dos señores, dedicándoles a ambos la misma voluntad de servicio y devoción personal (Mt. 6:24). Todo, excepto Dios, ha de estar a nuestro servicio para poder servir con ello a Dios. Nunca nosotros hemos de estar al servicio de las cosas de este mundo, lo cual nos impediría servir a Dios.

 

El celo con que Dios nos ama.

En el v. 5, Santiago hace una referencia a un texto escritural para nosotros desconocido. No sabemos si se refiere a algún libro hoy perdido y considerado escritural por Santiago o es una referencia genérica a un tema ampliamente documentado en el AT, los celos de Dios hacia su pueblo infiel.

Existen dos traducciones de este versículo. En RV es el Espíritu quien nos anhela celosamente. En NVI es Dios quien anhela celosamente el espíritu que ha hecho morar en nosotros. Ambas traducciones son válidas técnicamente y no se contradicen en el fondo del mensaje que quiere transmitirnos Santiago: Dios nos ama celosamente.

Sus celos tienen que ver con la cualidad de su amor por nosotros, amor que le lleva a dedicarnos una devoción exclusiva que Él también espera recibir de nosotros en justa retribución. Dios no tolera competidores en la devoción de nuestros corazones, ningún otro amor supremo en nuestros corazones. Por ello en las Escrituras se le presenta como un Dios celoso (Éx. 20:5; 34:14; Deut. 32:16, 21).

 

La gracia de Dios nos capacita para amarle como Él desea.

La tremenda exigencia de Dios en cuanto al amor exclusivo que requiere de nosotros se ve compensada por la oferta de su gracia capacitadora. A mayor exigencia, mayor gracia.

Sólo hay una manera de que esta gracia trabaje en nosotros y nos capacite para mantener nuestra relación con Dios en los términos que Él requiere: hemos de someternos a Dios humildemente, reconociendo nuestra debilidad y necesidad del poder de Dios para suplir nuestra impotencia, nuestra pecaminosidad. Ésta se manifiesta externamente y debe ser limpiada, como las manos (4:8). Pero peor es la que queda oculta en el corazón, secreta a todos, menos a Dios (4:8).

 

Lo que Dios espera de su relación con nosotros.

  1. Fidelidad o exclusividad.

  2. Intimidad o proximidad, que expresamos en alabanza y adoración, expresándole a Dios nuestro agradecimiento, nuestros sentimientos y emociones hacia Él.

  3. Compañerismo: están muy bien los momentos de pasión en un matrimonio, pero para mantenerlo en salud es imprescindible la amistad o compañerismo. Poder hacer cosas juntos, compartir tiempo de ocio, de trabajo, de servicio. Así ocurre también en nuestra relación con Dios. A veces nos preguntamos si podemos o no hacer algo, ir a un determinado lugar, etc. Si no podemos hablar de ello con Dios, si Él no puede venir con nosotros a ese lugar, si no nos puede acompañar, capacitar o interactuar con nosotros en esa situación, evidentemente no es adecuado para nosotros. Dios ha de venir siempre a todas partes con nosotros, ha de ser el perfecto compañero.

 

En estas circunstancias de fidelidad, intimidad y compañerismo, nuestro matrimonio con Dios podrá mantenerse, desarrollarse y crecer sano y fuerte, por su gracia y su misericordia.

 

 

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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (VIII)

EL PACTO MATRIMONIAL CON DIOS.

Efesios 5:18-33; Sant. 4:4-10.

 

Introducción.

He de reconocer que estuve a punto de empezar la lectura de hoy a partir del v. 25. Los vv. 22-24 son difíciles de digerir para la mentalidad contemporánea. Por ellos y por otros en esa línea al apóstol Pablo se le ha acusado de misógino, machista, retrógrado, etc. Pero a medida que releía el texto más me daba cuenta de que en su contexto histórico eran unos versículos revolucionarios, con un mensaje aún hoy contemporáneo, actual.

 

La sumisión mutua.

Hay dos claves para entender este texto. La primera de ellas es que, aunque la exhortación de Pablo a la sumisión suele ser leída como el papel de la mujer en la relación matrimonial, el apóstol dirige su mandato hacia los cristianos en general (v. 21), desarrollando a posteriori el mandato general en el contexto de las relaciones en el seno de la unidad familiar (esposos, hijos y esclavos). Literariamente, Pablo utiliza el formato de los llamados códigos del hogar, muy utilizados en su época para regular las relaciones en el seno de las familias, esencialmente los derechos (casi siempre del marido y padre) y los deberes (esposas, hijos y esclavos). La segunda clave para entender este texto radica en su contexto inmediatamente anterior. El apóstol ha exhortado a sus lectores a ser llenos del Espíritu, describiendo a continuación las consecuencias visibles de esa plenitud: vv. 19-20. En nuestras versiones siempre hay un título de separación entre el v. 20 y el 21, cosa que evidentemente no existía en el original. Y para acabar de redondear la faena de separar los vv. anteriores de los que siguen, el verbo “someteos” es traducido en imperativo como si fuera una orden, cuando su forma verbal es la misma que la de los vv. 19 y 20, un participio presente, equivalente a nuestro gerundio. RVA así lo tiene en cuenta y traduce “sometiéndoos …” La sumisión mutua es una consecuencia natural más de vivir en la plenitud del Espíritu, como lo es el hablar entre los cristianos con himnos y cánticos espirituales, cantar y alabar al Señor o dar siempre gracias por todo.

 

Las relaciones en el seno del matrimonio.

A partir del v. 22 Pablo aplica el principio de la mutua sumisión al contexto del hogar.

Lo primero que señala es algo que hoy choca con nuestra cultura igualitaria: que la mujer esté sujeta a su marido, como la Iglesia lo ha de estar a Cristo. Sabemos que tanto en la cultura judía, como la griega o la romana, las contemporáneas de Pablo, tal cosa implicaba la relegación de la mujer a un papel absolutamente secundario, dependiente de la voluntad del marido y recluida al hogar y a la crianza y educación de los hijos. ¿Significaba este texto algo similar en la mente de Pablo? Es difícil que no existiera en su mente la influencia de las culturas que le rodean, pero el hecho de que parta del hecho de que entre los cristianos debe haber una sumisión mutua, probablemente implica que con esa exhortación pretendía transgredir sutilmente el orden moral establecido sin provocar un escándalo que entorpeciera la propagación del evangelio. Algo similar a lo que hace cuando habla de las relaciones entre amos y esclavos (6:5-9; Filemón), cuando no cuestiona abiertamente la esclavitud pero mina sus bases al declarar la igualdad de todos los seres humanos en Cristo, y su consiguiente hermandad. Lo único que nos queda claro en el contexto (v. 33) es que Pablo se refiere al respeto.

A continuación, al referirse al papel de los maridos en el seno del matrimonio es cuando Pablo se explaya. Aquí muestra lo revolucionario y avanzado de su pensamiento. Pablo materializa la sumisión que también los maridos deben a sus mujeres en forma de un amor que sólo Cristo ha plasmado en su plenitud hacia su propia esposa, la Iglesia. Este amor es un amor sacrificial (v. 25). Un amor que no sólo no es egoísta, pensando en lo que los maridos pueden obtener de sus mujeres, sino en lo que pueden hacer por sus esposas. Cristo obtuvo el respeto y reverencia de su Iglesia no con amenazas ni imposición sino por el gran sacrificio que hizo por ella en la Cruz. En segundo lugar es un amor purificador (v. 26). Cristo lavó a su esposa con su propia sangre, lo cual se recuerda en el rito del bautismo. El verdadero amor que se exige a los maridos es aquel que saca lo mejor de sus esposas, no aquel que las anula. En tercer lugar es un amor que cuida (vv. 28 y 29). Un amor que no tiene como primer objetivo el satisfacer las propias necesidades egoístas sino satisfacer las necesidades de la persona amada, en el ámbito físico, emocional y espiritual. En cuarto lugar es un amor inquebrantable (v.31). Por amor el marido debe abandonar a su padre y a su madre y unirse a su mujer de manera que lleguen a ser una nueva e indivisible persona.

Un amor, en definitiva, cuyas características dejan el mandato a la mutua sumisión con una gran responsabilidad para los maridos y a las esposas del s. I con una garantía de igualdad frente a sus maridos (v. 33, como resumen).

 

El amor de Cristo hacia su Esposa.

Quisiera ahora darle un vuelco a esta meditación y, siguiendo a Pablo, hablar de la relación matrimonial entre Cristo y su Iglesia (v. 32). Dijimos en la última meditación de nuestra serie acerca de la relación entre Dios y el ser humano que la Biblia frecuentemente la presentaba alegóricamente como si de un matrimonio se tratase. Nuestra conclusión era que lo que el Señor esperaba de dicha relación era fidelidad o exclusividad, intimidad o proximidad y compañerismo. Esa era su aportación y lo que él esperaba recibir a cambio.

Hoy hemos visto en el espejo ante el cual nos ha puesto Pablo a la hora de mostrar el ideal del matrimonio cristiano que el amor con que Cristo ama a su esposa lleva a ésta a la santidad (entendida en el sentido de apartamiento o consagración), a la purificación, a la gloria de la perfección. Cristo nos acepta en nuestra iniquidad, en nuestras debilidades y defectos, pero desea transformarnos para que seamos dignos de su estatus. Esto es una parte muy importante de lo que él aporta al matrimonio. Nuestra limpieza por su sangre, que nos hace esencialmente puros, pero también nuestra limpieza diaria por nuestro contacto con él por su Palabra.

Volvamos por un momento a los versículos finales del pasaje de Santiago que meditamos hace unas semanas (Sant. 4:7-10). Hay dos clases de limpieza a la que somos llamados, pero un solo camino para la misma. El camino es el acercarse a Dios. Cada ser humano tiene hoy ese derecho por el sacrificio de Cristo, no como en el Antiguo Pacto, cuando sólo la intercesión de los sacerdotes podía acercar al hombre y a la mujer a Dios. La primera clase de limpieza a la que se refiere Santiago es a la externa, la de las manos, la limpieza de lo que uno hace. Como esposa de Cristo no podemos conformarnos con saber que él nos ha perdonado y tenemos la vida eterna asegurada por su gracia y misericordia. Somos llamados a mostrar lo que somos por esa gracia. A mostrar los efectos de la actuación de Dios en nuestras vidas. La esposa del César no sólo ha de ser pura, sino parecerlo, decían los romanos. La nueva naturaleza que Cristo nos dio, la presencia en nosotros del Espíritu Santo, junto con el efecto recordatorio de nuestra proximidad a él, nos sensibilizan ante la suciedad que adquirimos a diario, moviéndonos a la limpieza de nuestras manos, de nuestras acciones (v. 8 a). Cuando Santiago insta a “los de doble ánimo”, también traducible como “los indecisos”, “los que tienen una doble fidelidad” o “los hipócritas” a purificar los corazones está hablando de la limpieza más profunda, la del corazón, la de las motivaciones (v. 8 b). Purificar es quitar lo impuro para que sólo quede lo puro y valioso de una mezcla. La mezcla a la que hace referencia el apóstol es la de las fidelidades compartidas, la doble vida, la indecisión, la falta de compromiso o consagración. Hay que decidirse por quién ocupa el centro de nuestras vidas, intereses y pasiones. Sólo si nuestros corazones son puros, o están en vías de depuración de toda clase de pecado, será posible llegar a manifestar externamente la obra de Dios.

Esta limpieza sólo está al alcance de:

  1. Los que se acercan a Dios, pero no ocasionalmente sino que permanecen en íntima proximidad con él (vv. 7 y 8).

  2. Los que resisten al diablo con la palabra cuando éste les ataca, tal y como hizo Jesús en el desierto (Mt 4:1-11) (v. 7). No confundamos nuestra falta de voluntad para resistir con lo irresistible de la tentación. Dios nos promete su asistencia según la medida de la prueba o tentación (1ª Cor. 10:13).

  3. Los que reconocen su debilidad y se humillan para que Dios les exalte con su gracia (vv. 6, 9, 10)

 

Reflexión final.

¿Estamos dispuestos como individuos y como Iglesia a que Cristo nos limpie, nos purifique, nos haga dignos de él?

 

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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (IX)

LA PURIFICACIÓN DE LA BOCA

Sant. 3:1-12. Col. 3:5-11.

 

 

Introducción.

La Biblia frecuentemente presenta alegóricamente la relación entre el ser humano y Dios como si de un matrimonio se tratase. Lo que el Señor espera de dicha relación es fidelidad o exclusividad, intimidad o proximidad y compañerismo.

 

El amor que Cristo ha mostrado por su esposa tiene cuatro características:

  1. Es un amor sacrificial (Ef. 5:25).

  2. Es un amor purificador (Ef. 5:26).

  3. Es un amor que cuida (Ef. 5:28 y 29).

  4. Es un amor inquebrantable (Ef. 5:31).

 

Hoy quisiera meditar acerca del proceso que Cristo ha de llevar a cabo en nuestras vidas para hacernos digna esposa suya. Con estas palabras no quiero decir que Él no nos ame tal y como somos. Él lo hace y nos acepta en nuestra debilidad e indignidad. Pero su propósito es llevarnos hasta un estado de pureza que nos haga ser dignos de su grandeza, plenos en nuestra humanidad.

 

 

 

La Palabra de Dios nos muestra cuatro ámbitos en los cuales es precisa nuestra purificación, el despojarnos de nuestra suciedad y nuestros harapos y ser revestidos con vestiduras de santidad:

  1. El ámbito de nuestras palabras (Is. 6:5).

  2. El ámbito de nuestras acciones (Sal. 24:4).

  3. El ámbito de nuestros pensamientos (St. 4:8).

  4. El ámbito de nuestras motivaciones (St. 4:8).

 

La purificación en el ámbito de nuestras palabras.

La boca como indicador del corazón.

Muchos piensan que lo importante en la vida no es tanto lo que decimos, sino lo que hacemos. No es del todo falso, puesto que Jesús relató la parábola del hijo que aceptó de palabra el encargo de su padre, aunque finalmente no lo cumplió, afrentándolo en la comparación con aquel que rechazó inicialmente la orden paterna, pero acabó obedeciéndola (Mt. 21:28-32). El énfasis en esta parábola está en realzar la importancia de la acción comprometida frente a la palabra hueca y no traducida en hechos. Lo que aquí quiero meditar con vosotros es la importancia de que el uso del don de la palabra sea consecuente con lo que creemos y lo que decimos practicar. Creo que a ello se refería Jesús cuando dijo que lo que decimos es un buen termómetro de lo que hay en nuestro corazón, es decir, de lo que nos motiva y deseamos (Lc. 6:43-45). Esto me hace sentir incómodo, porque el Maestro muestra una manera clara, ante mí y los que me rodean, de saber lo que hay en lo más oculto de mi corazón. Es como si hiciera patente ante todo el mundo lo que hay en mi interior, desnudándome ante todos. Mis palabras expresan lo que soy, lo que siento, lo que pienso, lo que me motiva. Son como esos escáneres por los que dicen acabaremos teniendo que pasar en los aeropuertos y que revelará a los responsables de seguridad toda nuestra intimidad.

A esto hace referencia Santiago en la lectura que hemos tenido (Stgo. 3: 1-12) cuando afirma que:

  1. Quien controla su lengua controla todo su ser (3:2): el versículo puede traducirse como “Si alguno no peca, no se equivoca, no tropieza de palabra…”. Lo que decimos es el espejo de nuestra alma. Si no pecáramos de palabra, nuestro ser sería perfecto, seríamos capaces de no pecar en absoluto.

  2. La lengua muestra nuestra dualidad (3:9-12): El ser humano no es ni perfectamente bueno ni perfectamente malo. En él se manifiestan las contradicciones de la cohabitación de la imagen divina y el pecado. O de la convivencia del Espíritu y la carne en el caso de los cristianos. La lengua es reflejo de tales contradicciones. Con ella bendecimos a Dios, y con ella maldecimos a las personas por él creadas. Esto no debe ser así, pero es la realidad, nuestra triste realidad.

 

Lo que Dios quiere purificar en nuestras bocas (Col.3:5-11).

En estos pocos versículos Pablo nos hace un listado de ofensas de la lengua que Cristo quiere purificar en nosotros.

Comienza por la blasfemia (3:8), que es una palabra que puede indicar tanto el ofender a Dios mediante el insulto, como ofender de la misma manera al ser humano. La blasfemia es indicativa de un estado de odio hacia el destinatario de los insultos. Quizá por eso empiece el listado de cosas que Pablo quiere que dejemos en nuestro nuevo estado como hijos de Dios con la ira, el enojo, la maldad u odio. Estos sentimientos profundos afloran en forma de blasfemias, tanto da que vayan dirigidas contra Dios que contra una persona.

Stgo. 4:11 nos exhorta a evitar el hablar mal los unos de los otros en forma de murmuraciones, chismes para acabar con la fama del otro, o la difamación. Son modos de usar nuestras palabras para expresar nuestro rencor o nuestra envidia. Generan distanciamiento, hunden el buen nombre del objeto de nuestros dardos, destruyen la unidad del Cuerpo de Cristo en suma.

Pablo sigue su exhortación conminándonos a evitar las obscenidades (3:8) en nuestro lenguaje. Su presencia no es simplemente una cuestión de falta de educación, sino expresión de pasiones que laten en nuestro interior, lo que la Biblia denomina lascivia, concupiscencia o lujuria. Son señal de todo lo que puja en nosotros por salir al exterior a este respecto. Quizá el primer paso en la materialización de estas pasiones.

Acaba Pablo haciendo referencia a la mentira (3:9). La mentira tiene dos motivaciones, casi siempre inconscientes. La primera es la manipulación del otro para servirnos de él a la hora de obtener un beneficio. Supone el menosprecio de la persona afectada, su uso como medio para nuestros fines. La segunda motivación es el protegernos de las consecuencias de nuestros errores. Facilita la irresponsabilidad, la inconsciencia y la inmadurez. La mentira tiene sus consecuencias. En primer lugar, podemos acabar siendo nuestras propias víctimas, al acabar creyéndonos nuestras propias mentiras. En segundo lugar acabamos despertando la desconfianza del engañado cuando somos descubiertos, cosa que suele ser frecuente (Se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo, dice el refranero español). Esta desconfianza mina la fluidez de las relaciones, imposibilitando su desarrollo y maduración.

 

Consecuencias del mal uso de la palabra.

Si decíamos que el origen del mal uso de la palabra por el ser humano radica en el interior más profundo, en la propia naturaleza pecadora, las consecuencias del mismo no son menos estremecedoras. En Stgo. 3:5-6 se nos muestra que la lengua, mal usada, enciende un fuego con grandes y gravísimas consecuencias. Hemos dicho antes que la blasfemia genera distanciamiento, hunde el buen nombre del objeto de nuestros dardos, destruye la unidad del Cuerpo de Cristo. Las obscenidades, a su vez, hacen aflorar nuestras pasiones más bajas, acercándonos a su materialización. Finalmente, la mentira genera desconfianza que, a su vez, mina la fluidez de las relaciones, imposibilitando su desarrollo y maduración.

 

La propuesta de Cristo. Ef. 4:22-32.

Somos invitados a sustituir la mentira por la verdad, el hurto por el trabajo, la palabra corrompida por la que sea de edificación.

Pongamos nuestra decisión a este respecto delante de él para que nos capacite para el cambio.

 

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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (X)

LA PURIFICACIÓN DE LAS MANOS

Sant. 1: 19-2:26

 

Introducción.

La Biblia, lejos de pretender ser un libro entregado por Dios desde el cielo, se nos muestra como el registro de las diferentes intervenciones de Dios en la Historia. En el N.T., las cartas apostólicas, que constituyen el grueso del mismo, son una muestra del interés de Dios por las circunstancias específicas que atravesaban las distintas iglesias locales del siglo I DC.

Si las cartas de Pablo corrigen el afán legalista de los judaizantes enfatizando la libertad de la gracia obtenida mediante la fe, Santiago ha de corregir una desviación opuesta: la de que, creyendo lo correcto (ortodoxia), no importa lo que hagamos. Este extremo pervertía la verdadera doctrina de la gracia.

Durante años católicos “santiaguistas” frente a protestantes “paulistas” han protagonizado una discusión que dura ya cinco siglos. Pero las Escrituras, complejas, con múltiples recovecos, siempre priman el equilibrio en la globalidad de su mensaje.

 

La argumentación de Santiago.

Si nos vamos al clímax de la disertación de Santiago, nos topamos con una frase emblemática: v. 14. Veamos la traducción que hace NVI. “¿Acaso podrá salvarle esa fe”.

Santiago aquí se refiere a una fe descarnada, meramente intelectual, que no es relevante ni trasciende en la vida práctica de quien la posee (2: 16, 20, 26). Es una clase de fe que también tienen los demonios y les produce pavor, pues les hace ser conscientes de su situación frente a Dios. Es una fe que no salva, que es muerta, estéril, inútil (2: 17, 20, 26).

Las obras, en cambio, pueden ser el mejor reflejo de una fe que es parca en palabras, pero se traduce poderosamente en hechos. Abraham tuvo esa clase de fe que se ve a través de su fruto práctico al obedecer a Dios, y ambas, fe y obras, actuaron conjuntamente en su vida, confirmándose la una a las otras y viceversa (2: 21-23).

La veracidad de la fe, la distinción entre la fe de los demonios y la de quien se salva por ella, será evaluada no por su grado de ortodoxia, sino por sus resultados prácticos:

  1. Servicio a los débiles: Mt. 25: 31-46; Sant. 1: 27.

  2. Control de la lengua: Sant.1: 26.

  3. No discriminación: Sant. 2: 2-4;

  4. Cumplimiento de la Ley: Sant. 2: 11,

  5. Cuidado de las necesidades humanas: Sant. 2: 15-16.

 

La purificación de la Esposa de Cristo: sus manos.

Hemos hablado en nuestra serie de meditaciones sobre la relación personal entre el ser humano y Dios acerca de su voluntad de purificar a su Esposa, la Iglesia. Esta purificación afectaba al ámbito de nuestras palabras (Is. 6:5), al ámbito de nuestras acciones (Sal. 24:4), al ámbito de nuestros pensamientos (St. 4:8) y al ámbito de nuestras motivaciones (St. 4:8). La última meditación de la serie la realizamos en torno a la purificación de nuestras bocas en el uso de la palabra. Decíamos que él quería limpiar nuestro hablar de blasfemias (agresiones verbales contra Dios o los seres humanos), de obscenidades y mentiras, sustituyéndolas por la verdad, y la palabra que edifica.

Hoy Dios nos confronta a través de Santiago con la necesaria purificación de nuestro obrar (Sal 24:4). Hemos visto la necesidad de que nuestra fe se muestre a través de nuestro comportamiento. Es decir, la importancia de ser consecuentes con lo que decimos creer.

Santiago nos muestra el camino de la purificación (1: 22-25). No es ningún secreto para iniciados. Es tan simple como la obediencia a la Palabra de Dios. Ella nos encara con nuestro verdadero ser, como un espejo. Pero si simplemente nos vemos en el espejo, aunque sea para vernos y detectar nuestros fallos, pero el conocimiento de nuestra situación no nos hace cambiar, el espejo no nos sirve de nada. No es suficiente con verse despeinado. Hay que coger el peine o el cepillo y corregir lo que está mal. Abraham fue justificado por su fe porque era una clase de fe que le llevaba a la obediencia. Él llevó a Isaac hacia el lugar del sacrificio, levantó su cuchillo sobre él y lo estaba bajando para degollar a su hijo, al hijo de la promesa de Dios, cuando su fe demostrada por sus obras hizo que Dios interviniese poderosamente en su vida y le detuvo. Ya había demostrado qué clase de fe era la suya. Una fe que se traducía en obediencia. Y esa voluntad de obedecer, esa decisión de obedecer, le llevaron a que Dios le capacitara para aquello que quería que realizara con su vida. Muchas veces esperamos a obedecer a Dios a sentirnos capacitados para hacerlo. Dios nos propone invertir los términos. Obedece por tu fe y yo te capacitaré para que puedas hacerlo. Esta es la enseñanza de la Biblia, y es mi experiencia en los caminos del Señor. Echa a andar y yo te guiaré, te daré las fuerzas que vayas necesitando a cada momento y en toda situación. No esperes a tenerlas, sino más bien echa a andar en obediencia y yo te las proporcionaré.

La base de las obras es la fe verdadera que nos capacita para obrar conforme al principio ético básico del cristianismo: 2: 8. Es la gracia que se mueve por la fe la que capacita al ser humano para obrar conforme a la voluntad de Dios. La fe capacita para obrar según Dios y el obrar según Dios demuestra la veracidad de nuestra fe. Decíamos en una de las primeras meditaciones de esta serie que la naturaleza de Dios es el amor. Quien quiera obrar según su voluntad habrá de hacerlo según el principio del amor, aquel que busca el bien del otro.

 

Conclusión.

No nos conformemos con la imagen que el espejo de la Palabra de Dios nos devuelve de nosotros mismos. Tampoco nos desanimemos. Él va capacitándonos paso a paso hacia la imagen de su Hijo Jesucristo, nuestro modelo y nuestra meta. Así seremos verdaderos discípulos, nuestro llamado común.

 

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Índice.

  1. Prólogo. Págs. 1-3.

  2. La experiencia de conocer a Dios. Juan 3:16-21. Págs. 4-7.

  3. La experiencia de vivir con Dios: Dios es una persona. Juan 14: 1-14. Págs. 8-11.

  4. Dios es amor. 1ª Juan 4: 7-21. Págs. 12-16.

  5. La grandeza y el poder de Dios. Salmo 29. Págs. 17-22.

  6. La santidad y la misericordia de Dios. 2ª Samuel 11 y 12; Sal. 51. Págs. 23-28.

  7. La fidelidad de Dios. 2ª Tim. 2:11-13. Págs. 29-32.

  8. La ira de Dios. Ro. 1:18-2:16. Págs. 33-35.

  9. Matrimonio y adulterio. Santiago 4: 4-5. Págs. 36-40.

  10. El pacto matrimonial con Dios. Efesios 5:18-33; Sant. 4:4-10. Págs. 41-46.

  11. La purificación de la boca. Sant. 3:1-12. Col. 3:5-11. Págs. 47-51.

  12. La purificación de las manos. Sant. 1: 19-2:26. Págs. 52-55.

  13. Índice. Pág. 56.